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“Coronel Plata, ¿dónde están mis hijos?”

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PorRosalba Alarcón Peña

Dic 17, 2019

A propósito del trabajo que viene desarrollando la Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia (JEP) sobre los falsos positivo o casos extra judiciales realizadas por el Ejército de este país en complot con el paramilitarismo, conversamos con el investigador y periodista Guillermo Rico, quién ha dedicado gran parte de su vida a contar minuciosamente en sus libros la cruel realidad que ha tenido que vivir la sociedad con los falsos positivos.

Por este motivo, muy generosamente, Guillermo Rico nos comparte el capítulo IV. “Coronel Plata, ¿dónde están mis hijos?”

El siguiente escrito es el capítulo cuarto de mi libro EN MEDIO DE LA GUERRA, el texto fue terminado en el año 2003, pero por las dificultades de conseguir los recursos el libro solo fue publicado en 2015 gracias a personas y fundaciones como Carlos y Sandra Medina de la fundación Valores Humanos, Leonardo Ávila que diseñó la caratula y diagramó y mis seres queridos que siempre me respaldaron.

IV. “Coronel Plata, ¿dónde están mis hijos?”

Una de las zonas más golpeadas por la violencia durante las dos últimas cuatro décadas del siglo pasado fue la región del Urabá. Paramilitares y guerrilleros se encarnizaron en batallas interminables que cada día demostraban su capacidad destructiva y de irrespeto por la vida. Esa balanza de violencia solo se inclinó cuando el Ejército unificó trincheras al lado del paramilitarismo. Así, los resultados de las batallas que se dieron a partir de 1992 no diferenciaban quién cometió las matanzas: el Estado o el paramilitarismo.

Los terribles casos de las fincas bananeras de Honduras y La Negra en el Urabá antioqueño, donde se demostró que las cuentas de hotel y alimentación de los sicarios fueron canceladas con la tarjeta de crédito del coronel Luis Felipe Becerra, o la inoperancia del Ejército en la masacre de Segovia son algunas pequeñas muestras de un doloroso matrimonio entre la institucionalidad y el paramilitarismo, siempre con un fin común: expropiar a los campesinos pobres de sus tierras escudados en una supuesta alianza de labriegos humildes con la guerrilla.

Cuando la guerrilla era replegada por el paramilitarismo y el Ejército, se reagrupaba para recuperar el terreno perdido y contraatacaba. El afán por mantener el dominio de esta área se cifraba en controlar el Golfo de Urabá, amplio y turbulento, que se convirtió en el paso perfecto para sacar o entrar al país lo que sea, sirviendo como camino para las drogas y las armas. Las dos mercancías lograban los recursos para mantener la guerra.

En ese péndulo de violencia, en agosto de 1992 las FARC intentaron tomarse el casco urbano de Dabeiba, una población a orillas de la carretera al mar en el departamento de Antioquia, sin embargo, los movimientos de las tropas insurgentes fueron detectados por el Ejército que los esperó pacientemente hasta que el ataque se inició. Fue una madrugada lluviosa, y pese a que el Ejército estaba preparado, nunca pensó en la efectividad del ataque de los insurgentes, pues lo que se creía iba a ser una escaramuza terminó convirtiéndose en un enfrentamiento de más de cinco días.

Las noticias que llegaron a Bogotá empezaron el domingo en la madrugada con informes sobre escaramuzas en varias partes de esa geografía, pero dos días después la situación era tan intensa que varios noticieros y corresponsales internacionales en Colombia prepararon viaje al lugar.

La empresa para la que trabajaba ordenó mi desplazamiento a la zona del conflicto y mi compañero de aventura era Mario Castillo, un camarógrafo que había conocido las empresas de televisión cuando contaba apenas con doce años de edad. Cuando conocí a Mario, él tenía veintisiete, pero ya había acumulado una experiencia de quince años en producción de televisión.

En ese viaje hablamos mucho de su amplia experiencia y como en vez de ir a estudiar al colegio Camilo Torres, en la carrera séptima con calle treinta y cuatro en el centro de Bogotá, se metía por la puerta trasera de una empresa de televisión vecina al colegio.

-Me había convertido en un dolor de cabeza para el ingeniero jefe de producción que me echaba todos los días, pero podía más mi interés que la persecución del jefe, así que un día me invitó a su oficina y me indagó sobre mi vida, mis padres, mi colegio y me hizo un trato, yo podía trabajar en esa empresa, siempre y cuando estudiara mi bachillerato. Empecé como recogedor de cables, pero en poco tiempo pase a ser asistente de cámara… años después, camarógrafo.

Recuerdo que cuando vio la película Cinema Paradiso me dijo que el director de esa película había copiado su vida, porque la historia era igual a sus vivencias. A su corta edad ya había realizado muchos de sus sueños, viajó por el mundo, era propietario de los equipos de televisión con los que trabajaba, era su propio jefe y sus historias era inmejorables. Contaba cómo vendió su apartamento para comprar una cámara y los pasajes para cubrir por su cuenta el Mundial de Italia, o cómo se quedó del avión cuando viajaba a Bulgaria en el momento en que el dictador Ceausescu era derrocado por el pueblo que humilló por décadas.

Viajar con Mario a las entrañas de Antioquia resultó ser un interminable cuento de sorprendentes e interesantes historias que no escatimaba contar. Muchas veces los pasajeros vecinos terminaban preguntando sobre esos relatos, porque lograba enganchar a todo aquel que lo escuchaba. Así que el viaje primero en avión de Bogotá a Medellín y después por tierra, en flota, terminó siendo un recorrido amenizado con historias de todo tipo, lejos de imaginarnos que en pocas horas estaríamos sacando cadáveres de los abismos.

Logramos llegar a Dabeiba la madrugada del viernes de esa semana, un derrumbe a pocos kilómetros de Cañas Gordas nos retrasó más de quince horas y cuando por fin pudimos pasar, el hambre nos doblaba el espinazo. Claro que en la Antioquia rural decir que uno tiene hambre es poner a todas las abuelas a cocinar, porque en esas tierras a uno le falta estómago para recibir tanta amabilidad.

A media noche un carro nos llevó a nuestro destino, pero faltando poco menos de un kilómetro nos bajamos del vehículo ya que había toque de queda en el municipio y era probable que los militares no nos dejaran entrar y nos devolvieran en el mismo carro. Efectivamente, la primera reacción fue evitar nuestro ingreso, pero como no teníamos cómo devolvernos, no tuvieron otra alternativa que escoltarnos a un hotel del centro de la población.

A las siete de la mañana estábamos de pie listos para iniciar actividades y recoger la información de los combates que aún se registraban, aunque cada vez más distantes. La fiereza de los enfrentamientos y el número de cadáveres que se encontraba en los campos que sirvieron como escenarios de guerra, hizo que la Cruz Roja Internacional pidiera una tregua para auxiliar a la población civil y evacuar heridos y muertos.

Entonces pudimos entrar al lugar de los enfrentamientos. La carretera había sido tomada por el Ejército y muchos campesinos se encontraban preguntando por sus seres queridos. De pronto una mujer de unos cincuenta años de edad, aprovechando la presencia de los pocos periodistas que habíamos logrado llegar, le gritó al grupo de militares:

Coronel Plata, ¿dónde están mis hijos, qué hizo con ellos?, usted los sacó de mi casa el miércoles en la madrugada y no han regresado.

Los gritos se repetían una y otra vez, con alguna variable, pero siempre reclamando a sus hijos:

-Usted los conocía, sabía que no eran guerrilleros sino campesinos. Me los tiene que devolver.

Sus gritos llamaron mi atención, así que me acerqué y conocí la historia por la que esta mujer reclamaba:

-Es que el coronel Plata llegó la madrugada del miércoles a mi casa, sacó a todos los hombres y se los llevó. Me aseguró que en la mañana los largaban, pero ya han pasado dos días y aún no regresan. Yo tengo miedo que les hayan hecho algo, pero nadie da razón y lo peor es que los hijos de mi compadre como los del vecino también se los llevaron y a nadie han soltado.

Cuando intenté preguntarle al coronel involucrado, dio media vuelta y se refugió en medio de la tropa, pocos segundos después se deslizó hasta un jeep que abordó y nunca lo volvimos a ver.

Las cosas no estaban claras y nadie daba explicaciones de lo ocurrido, lo único cierto es que al lugar se presentaban cada vez más y más campesinos de la región con el mismo reclamo: “¿dónde están nuestros hijos?”

El grupo de militares fue disminuyendo, mientras que el de los campesinos se ampliaba, hasta que por fin una respuesta. Un hombre de unos cuarenta años se acercó y con gran discreción nos dijo que arriba, en la cima de la montaña donde habían acampado las tropas, se encontraban varios cadáveres. Le pregunté si nos podría guiar hasta allá. Con su respuesta positiva nos pusimos en camino acompañados de varias decenas de labriegos.

La lluvia no había parado en más de cuatro días, así que subir la montaña fue un esfuerzo que incluía luchar contra la sopa de barro donde las piernas se enterraban hasta las rodillas con cada paso que dábamos. No entendía cómo una montaña que no estaba habitada podía estar tan destrozada, pero la respuesta, sin estar pidiéndola, la recibí casi de inmediato.

-Los soldados dañaron toda esta montaña, eran más de quinientos que estaban acampados arriba y subían y bajaban más de tres veces por día, además como hubo combates, los explosivos ablandaron la tierra, explicó uno de los campesinos que nos acompañaba.

A pocos metros de la cima había una meseta natural tapizada por miles de pequeñas bolsas de plástico negro impresas con el escudo y la leyenda: “República de Colombia, Ejército Nacional, ración de campaña”, era el resultado de cinco días de atrincheramiento de cientos de soldados. Al fondo, antes de iniciar el último repecho de la montaña, la tropa había hecho una pequeña caverna de aproximadamente un metro de la puerta a la pared de fondo, uno treinta de alto y hacia abajo no se podía ver porque estaba llena de agua, al lado de la entrada había una rejilla de madera tirada en el suelo.

-Este tuvo que ser el foso de tortura,dijo uno de los campesinos acompañantes.

-El Ejército acampó aquí por varios días y este fue uno de los lugares donde retuvieron a los campesinos que sacaron de las casas durante los últimos cuatro días, es probable que esa agua tenga bichos para torturar a los que metían allí.  Explicó.

Momentos después se inició la búsqueda de los detenidos y la barbarie mostró su peor cara. Solo había que mirar el cielo para saber dónde estaban los cadáveres. Los chulos revoloteaban acusatoriamente anunciando la terrible verdad. Uno a uno recorrimos los lugares donde esas aves intentaban borrar, sin éxito, las evidencias de la masacre: tres muertos a un lado, otros dos en otro, dos más allá… y cuando nos acercamos al filo del abismo descubrimos que entre las ramas de los arboles yacían más cuerpos, todos con la huella terrible de las aves de rapiña, todos con las perforaciones de las balas por donde se les había fugado la vida.

Muchos de los espontáneos acompañantes lloraron. La rabia y la impotencia no se podían contener, pero, aunque el dolor era inmenso, no se acobardaron para amarrarse cuerdas y descender para sacar a sus familiares.

Mario descendió con el grupo para ayudar a sacar los cuerpos… en ese momento lo admiré porque yo estaba acobardado. La muerte no es algo que me simpatice y menos esta vez, cuando los cuerpos que estaban extrayendo tenían sus vientres destrozados por los chulos y varias de sus vísceras colgaban de lo que fue su abdomen.

Una vez afuera, acostados en una dolorosa cama franca, descubrimos que aunque la mayoría tenía prendas militares, estas no estaban perforadas por las balas que les atravesaron sus cuerpos, es decir que después de asesinarlos los vistieron con prendas de guerra.

Mi incapacidad para cargar cadáveres se hizo evidente nuevamente cuando comenzaron a repartir las cargas para bajar la montaña con los muertos al hombro. Pero esta vez les ofrecí disculpas por no ayudar en esa dolorosa tarea. 

En medio de la carretera se depositaron los cadáveres en el mismo orden en el que fueron llegando. Por lo menos ocho personas fueron reconocidas de inmediato por sus seres queridos. Todos con la misma historia, el coronel Plata ordenó a la tropa que fueran casa por casa para detener a todos los hombres cuyas edades oscilaran entre los doce y los cuarenta años. Es decir, el número de detenidos era bastante alto.

La evidencia de la masacre estaba al frente de todo el pueblo en medio de la vía, ahora era responsabilidad de los periodistas indagar para lograr la versión acertada de lo que realmente pasó. Y para hacerlo, allí estábamos comunicadores de distintos noticieros: los de Kriptón, que siempre se pegaba a la versión oficial, su director Alejandro Montejo había sido también director de Inravisión durante el Gobierno de Turbay Ayala, que era la organización rectora de todo lo que tenía que ver con la televisión y radio institucionales, tras su salida le fue “adjudicado” este noticiero donde Diana Turbay era socia, todos hacían parte del inventario que pertenecía a la familia Turbay, ellos asegurarían que los muertos eran guerrilleros. TV Hoy, de filosofía conservadora, pertenecía a Andrés Pastrana y no se diferenciaba en nada del primero. Y nosotros, NTC Noticias, dirigido por Daniel Coronell, solíamos ser una empresa que no se tragaba los cuentos fácilmente.

Así que, indagando meticulosamente, nos enteramos que junto a los campesinos detenidos también se encontraban una anciana de unos setenta y cinco años y dos menores hermanos de doce y trece años. Los tres estaban vivos y habían sido liberados por el Ejército antes de la matanza. Con delicadeza y prudencia para que nuestras pesquisas no fueran detectadas por los militares, buscamos a los tres sobrevivientes y encontramos a dos.

-A nosotros nos sacaron de la casa el lunes por la noche para amanecer el martes, nos reunieron con un grupo grande donde estaban todos los vecinos. Nosotros éramos los más pequeños.

-¿Nosotros?, ¿quiénes?, pregunté.

-Mi hermano y yo, respondió.Después nos ordenaron subir la montaña hasta bien arriba donde había más tropa para juntarnos con otros que tenían amarrados y a todos nos hicieron quitar la ropa, nos preguntaban quiénes eran guerrilleros. Al principio todo fue amable, pero después no. A los que no les gustaban a los militares los metían en un pozo que habían hecho contra la montaña donde había animales o algo, porque ellos gritaban después de varios minutos de estar metidos ahí.

Este tipo de fosos fue usado por las tropas norteamericanas en la invasión a Vietnam y replicado con todo éxito en la llamada Escuela de las Américas financiada por el gobierno gringo, donde eran “educados” nuestros militares. Estudiar allí era como hacer un posgrado en tortura, desaparición, choques eléctricos, acceso carnal violento y muchas prácticas más aplicadas a lo largo y ancho de Sur y Centroamérica.

Montaron sedes en varios países, incluido Ecuador, donde el presidente Correa los expulsó hace apenas un par de años. Militares de todo el continente: Venezuela, Perú, Colombia, todos los países de Centroamérica y, por supuesto, Chile con Pinochet y la Junta Militar de Argentina fueron los mejores escenarios donde aplicar los “conocimientos” adquiridos. En El Salvador varios religiosos jesuitas fueron violados y asesinados por un comando de militares que salió de la sede de ese país. Y Dabeiba no escapó a las prácticas macabras que los militares aprendieron gracias a los gringos, así que la detención de una abuela tenía un objetivo puntual, según la entrevista con el menor sobreviviente:

Al segundo día trajeron a ‘doña María’, una anciana que toda la vida la pasó en la vereda y que fue detenida en su casa un día después que nosotros.

Doña María no es el nombre real de esta anciana, porque, aunque ella ya murió, en el sector aún vive su familia, así que veintidós años después aún es necesario proteger su identidad.

-La orden que nos dieron era la de desnudarnos completamente, después nos hicieron formar en una sola fila y pasamos por el frente de doña María, ella nos señaló a mi hermano y a mí, les dijo a los militares dónde vivíamos y quiénes eran nuestros padres. Después nos dieron la orden de vestirnos y nos largaron a los dos, pero nos encomendaron bajar con la abuela y dejarla en la casa. Cuando íbamos como en la mitad de la montaña escuchamos las ráfagas.

Con la ayuda de nuestro testigo logramos llegar a la casa de doña María, quien nos atendió sin inconvenientes. Era una mujer menuda, casi frágil, con una mirada limpia, sin cargos de conciencia. Nos invitó un café con arepas y nos contó pasajes de su vida, historias de la violencia de los años cuarenta y cincuenta cuando era joven, y la comparó con su reciente experiencia que calificó de “dolorosa”.

-A mi puerta llegaron unos soldados a eso de las tres de la mañana para amanecer el miércoles y me dijeron que tenía que acompañarlos. Por el camino me preguntaron si era cierto que yo vivía aquí desde siempre y yo les dije que toda mi vida, que había nacido aquí y que tenía setenta y cuatro años. Me preguntaron si era buena para caminar porque el camino era largo y yo les dije que sí. La montaña la subimos a mi paso, nos gastamos unas cinco horas porque yo ya no puedo caminar rápido.

– ¿Por qué la detuvieron?

-Yo no sé, nunca me lo dijeron y yo les pregunté qué ¿por qué? Y nunca me respondieron, el caso es que no supe, porque después de dos días me largaron sin decirme nada.

– ¿Y qué pasó en esos dos días?

-Pues yo le dije a un señor que parecía el mandamás que a mí me habían cogido muy temprano y que no me habían dejado desayunar. Le dije que tenía mucha hambre y que tenía que darme de comer o yo no aguantaría de pie. Entonces ese señor les dijo a los soldados que me dieran una bolsa de comida y yo me la comí, después me dijeron que me recostara en un árbol y que me quedara allí. Así pasó todo el día, por la noche me dieron otro talego y ya no más, pasé la noche en vela.

Por la mañana me llevaron a un claro donde estaba la tropa y me sentaron en un asiento, entonces les ordenaron a los hombres que trajeran a los detenidos. Los tenían maniatados con lazos, uno amarrado al otro, pero los traían viringos…

– ¿Cómo así que viringos? ¿Qué es eso?

-Desnudos, sin ropa… a mí me dio tanta pena que yo no los miraba y ellos estaban avergonzados, agachaban la cara para que yo no los viera y yo no los miraba a la cara porque sé que a un hombre desnudo le da pena que lo vean así. A los que si vi bien fue a los hermanitos que largaron conmigo.

-No entiendo… ¿por qué a ellos si los vio?

-Porque son niños, ellos no se avergüenzan de estar desnudos ni de que los miren sin ropa, por eso yo les dije a los soldados quiénes eran, dónde vivían y quiénes eran sus papás.

– ¿Y qué pasó después?

-Que nos largaron, a mí me mandaron con los dos niños, cuando estábamos bajando la montaña yo les pregunté si traían comida y ellos me dijeron que no habían comido desde el lunes cuando los detuvieron, es decir que ya llevaban cuatro días sin probar alimento. En eso sonaron los disparos, yo creí que la guerrilla se había metido otra vez porque sonaban ráfagas y muchos disparos, paraban un ratico y volvían a disparar, yo creo que la plomacera duró como una hora, se oían gritos de hombres que lloraban, pero caminamos ligerito y después ya no los oímos más. Cuando llegamos a mi casa mi familia estaba muy preocupada, pero como aquí siempre hay arepitas y café pues eso comimos todos.

Indudablemente el Ejército había utilizado a la abuela como su máxima “gestión de inteligencia”, era una persona ideal para sus intereses, tenía setenta y cuatro años y siempre había vivido en la casa de donde la sacaron, nunca había salido del pueblo y se supone que conocía a todos los habitantes.

La tropa nunca tuvo en cuenta que esta anciana había sido formada dentro de los parámetros del respeto y no reconocería a ninguna persona mayor, sencillamente porque consideraba irrespetuoso mirar a un adulto que estuviera “viringo”, pero muy especialmente que la tropa está hecha para neutralizar al oponente y detenerlo para su judicialización, nunca para detener campesinos y asesinarlos para después ponerles ropa de combate y hacerlos pasar por guerrilleros. Les robaron la vida y después la honra.

Con los testimonios recogidos consideramos que el trabajo estaba terminado, así que nos encaminamos hacía el parque principal de Dabeiba para buscar alguna declaración de una autoridad, pero fue imposible, ninguno nos quiso hablar, los uniformados, por cubrir la barbarie y la autoridad civil por una sola razón: miedo.

Al salir de la Alcaldía, un grupo de personas acompañaban a un anciano de carriel y alpargatas que se veía desconsolado. Allí, en medio del pueblo y frente a las cámaras de televisión el anciano nos respondió, cuando preguntamos qué le ocurría,

Es que el Ejército detuvo a mis tres hijos el lunes y aquí me dicen que me los mataron, que están muertos, que el Ejército me los mató a todos, que me he quedado solo…

Con la declaración de este abuelo nos pusimos en evidencia, el Ejército sospechó que logramos rehacer la historia, pero contada por los labriegos, así que varios se nos acercaron y nos preguntaron qué habíamos estado haciendo en el transcurso del día.

-Trabajando, respondí con firmeza, ¿por qué?

-No, por nada, es que mi coronel de pronto quiere hablar con ustedes y me mandó preguntarles dónde van a estar…

-Por aquí, respondí, nosotros nos vamos del pueblo como el sábado o el domingo.

Los soldados se retiraron, mientras Mario y yo buscamos un restaurante muy central desde donde la tropa y el pueblo pudieran vernos. Ahí planeamos nuestra retirada, tenía que ser con sigilo, las preguntas de los soldados nos obligaban a estar alerta. Camino al hotel fuimos acompañados por la mirada vigilante de los soldados. Uno de ellos se acercó y nos indagó hacia dónde iríamos, con voz cortante le respondí que si era algún delito caminar por el parque y pregunté:

– ¿A qué se debe tanta preocupación por nosotros?, ¿qué es lo que quieren? Y añadí, vamos hacia el hotel a dormir un poco, ¿algo más?

Ya en el cuarto del hotel empacamos a toda velocidad nuestras pertenencias, bajamos a la caja para pedir nuestra cuenta y el administrador nos advirtió que varios soldados habían preguntado por nosotros, que corríamos mucho peligro y era mejor que nos fuéramos con mucho cuidado. 

Si ustedes quieren yo les consigo un transporte que los saque del pueblo sin que la tropa se dé cuenta.

Nuevamente en la habitación y mientras esperábamos el anunciado transporte le dije a Mario que nos cambiáramos de ropa por colores diferentes, ellos estaban detrás de dos personas con ropa de colores claros y ahora estábamos de azul y verde, intentaríamos así despistarlos por unos minutos, justo el tiempo que necesitábamos para salir de la población.

Dos golpes en la puerta y la voz del mesero…

-Al frente hay un camión azul que los está esperando, pero alguno debe irse en el platón. Yo les llevo las cámaras y sus maletas, las echo en un costal para que la tropa no identifique el equipaje y estén pendientes a mi aviso, salen rápido y se montan.

Y con enormes dudas frente a los trabajadores del hotel, nos la jugamos. No teníamos nada más que hacer sino confiar en ellos. Ya en el primer piso, nos separaba un corredor de unos diez metros para poder llegar a la calle, en la puerta apareció el mesero que ya había subido al carro los costales con nuestro equipaje, miró hacia adentro y nos dijo:

-Estén listos, y repitió las instrucciones: Es el camión azul que está en diagonal, casi al frente de la puerta, no se dejen ver la cara porque los pueden identificar, apenas se quiten los soldados que están en la esquina yo les aviso.

Pocos segundos después el anuncio:

-Ya, ya, corran, corran.

El hombre nos acompañó hasta el vehículo, puso sus manos para que me sirvieran de escalón y me catapultó hacia adentro, al tiempo me indicó que había una colchoneta enrollada:

-Extiéndala y se acuesta ahí para que no lo vean en los retenes.

Y el camón arrancó. En solo tres minutos cruzamos el último retén del Ejército y salimos de Dabeiba. Ya fuera de peligro pasé a la cabina, donde el conductor comenzó un relato que nos sorprendió.

Ustedes fueron los que ayudaron a sacar a los muertos, ¿cierto? Pues todo el pueblo estaba pendiente de ustedes porque la historia se regó como pólvora y el Ejército no quería dejarlos salir o les quitan el material o los matan… o los dos, si nos cogen… nos pelan a todos.

Pero no nos capturaron, ni siquiera se dieron cuenta cómo salimos, o por lo menos eso creemos todos. Lo cierto es que ese conductor nos llevó hasta Medellín, como diría algún parroquiano, “como alma que lleva el diablo”.

Varios años después, el Gobierno nacional fue condenado por los jueces a indemnizar a los familiares de las víctimas de esta, la masacre de Dabeiba, que puede considerarse como la primera de las muchas matanzas que el Ejército cometió para mostrarle al país un montón de muertos que no eran más que campesinos ingenuos que ellos, los militares, hicieron pasar por insurgentes.

En el momento del fallo, muchos de los campesinos que reclamaban por sus hijos ya habían fallecido. El juicio impuso sanciones contra el Estado, pero nunca se procesó penalmente a los responsables de esta barbaridad, del coronel Plata nunca se supo quién era, es probable que sea un remoquete de los que emplean los responsables de hacer la guerra sucia.

Sobre el autor

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Rosalba Alarcón Peña

Rosalba Alarcón Peña, periodista y Defensora de Derechos Humanos, directora del portal web alcarajo.org y la Corporación Puentes de Paz "voces para la vida". Además, analista y columnista del conflicto armado de su país natal (Colombia) en medios internacionales. Redes sociales. Twitter: @RosalbaAP_ Facebook. Rosalba Alarcón Peña Contacto: rosalba@alcarajo.org

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