Por: Raúl Pintos
No hay palabras para describir la tragedia que vive Guayaquil.
Es difícil sustraerse al asombro, al espanto que provoca ver ese paisaje dantesco en que, por la acción de la naturaleza y la inacción de sus autoridades, se ha transformado lo que alguna vez fue nuestra ciudad.
Es que frente a esa descomunal tragedia uno ve autoridades paralizadas, inertes, insensibles. Reaccionando tardíamente y con la torpeza de quien se sabe superado por una situación para la cual nunca estuvo preparado.
Teniéndonos de alarma en alarma, como si el pánico al desabastecimiento, que provoca que la gente corra en masa a los mercados, aportaran algún remedio.
Pero tanto dolor nos impone reflexionar sobre una pregunta elemental: ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Por qué nos está sucediendo esto? Un interrogante que pareció responder el desafortunado artículo que el Arquitecto Melvin Hoyo hiciera público y que tantos comentarios provococara.
En esta desesperación, uno hasta se pregunta si este descontrol de quienes están al frente es por falta de capacidad o por una omisión planificada.
Y es que, aunque su indolencia provoca indignación, hay que considerar que para esta dirigencia de origen empresarial -que ha conducido los destinos del puerto en el último cuarto de siglo- su «insensibilidad social» no es algo que esté fuera de su universo filosófico y su práctica histórica; pues todos sabemos que el capitalismo siempre estuvo dispuesto a sacrificar la vida en aras del lucro. Para demostrarlo, bastaría recordar las sangrientas intervenciones de las grandes potencias saqueando los recursos del tercer mundo o, para no ir tan lejos, repasar nuestro propio genocidio durante la colonización española, genocidio que la historia oficial y las políticas culturales -de éste y todos los gobiernos- nos acostumbraron a verlo con indiferencia y hasta celebrarlo; seguramente porque quienes pusieron su sangre fueron nuestros pueblos originarios y los esclavos traídos del África.
Las circunstancias actuales nos llaman a cuestionar nuestra ingenuidad y ceguera histórica.
¿Cómo llegamos a caer en manos de esta dirigencia? ¿En qué momento le entregamos el derecho a decidir sobre nuestras vidas? ¿No son acaso los mismos que desmantelaron una institucionalidad que nos hizo inmensamente vulnerables ante enemigo tan poderoso?
Porque esta clase dirigente es la que constantemente nos estuvo construyendo un discurso para el cual el Estado aparecía como un escollo para el desarrollo del país. Así lo han presentado sus medios afines; los mismos que ahora sostienen un blindaje informativo sobre el manejo de la crisis para tapar el escándalo. Ese discurso destinado a reducir el sector público, fue el mismo discurso defendido y puesto en marcha por el actual gobierno de Lenin Moreno, integrado y sostenido incondicionalmente por reconocidos cuadros políticos pertenecientes a esta plataforma ideológica.
Cuando se pretende anular el papel del Estado, se pretende abolir el único instrumento del que disponen las sociedades para poner la economía al servicio del ser humano. Es que, desaparecido el Estado, las sociedades quedan en las manos de los privados. Y ellos, a partir de su moral difusa y desde una ética condicionada por las exigencias del mercado, toman a su cargo la responsabilidad de señalar las prioridades de la sociedad, decidiendo que es más importante: La salud o la defensa, la educación o el control interior, el deporte o la cultura. Y una vez instalados en la organicidad institucional emprenden la principal tarea: poner la política al servicio de la economía. Para eso, o bien los elegidos por la voluntad popular se someten a la voluntad del capital; o bien los elegibles son representantes del capital.
De ese modo, los procesos electorales pasan a ser una simple distracción, pues ya no importa qué proyecto de vida escoge una sociedad sino qué proyecto conviene al capital. Así, más allá de la voluntad soberana expresada en las urnas, todo programa de gobierno será solo una expresión de deseo y no un compromiso a cumplir. La democracia se convierte entonces en una cáscara vacía de contenido. De ahí que para ellos parece tan natural delegar todos los poderes a un vicepresidente no elegido por nadie.
Hoy nos aterra observar el sufrimiento de este pueblo generoso y trabajador. Pero hay que reflexionar que también nosotros llevamos parte de culpa. Alimentamos ese monstruo porque nos creíamos a salvo del holocausto. Pensábamos que ese tipo de tormentos eran cosas del pasado. Tardamos mucho en darnos cuenta que no éramos diferentes; y hoy nos asombra descubrir que ese monstruo, que a lo largo de la historia masacró a millones de seres humanos, está viniendo por nosotros. Comenzó destruyendo el estado sin necesidad de disparar un misil. Su arsenal, compuesto de grandes medios de comunicación, nos fue convenciendo y no lo advertimos. Pensábamos que arrebatándonos la Educación Pública para privatizarla iba estar satisfecho.
No lo advertimos. Creíamos que despojándonos de la Salud Pública para que solo sea un privilegio de quienes pueden pagarla, iba a quedarse tranquilo. Pero no. Su apetito indomable lo empuja a arrasar con todo. Con los metales, con el agua y al fin con nuestra vida.
«Primero vinieron por los judíos; pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas; pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego vinieron por los obreros; pero como yo no era obrero, no me importó. Más tarde se llevaron a los intelectuales; pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. Después siguieron con los curas; pero como yo no soy cura, no me importó. Ahora vienen por mi…»
Bertold Brech
Al oír en la voz autorizada de nuestro vicepresidente su preocupación por poner a funcionar a la brevedad el motor económico -aunque el contagio llegue al 70% de los guayaquileños- caemos en cuenta que el monstruo hoy viene por nuestras vidas; aunque, como sentenciaba Bertold Brech, tal vez ya sea un poco tarde: «Primero vinieron por los judíos; pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas; pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego vinieron por los obreros; pero como yo no era obrero, no me importó. Más tarde se llevaron a los intelectuales; pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. Después siguieron con los curas; pero como yo no soy cura, no me importó. Ahora vienen por mi…»
Nos tiene que pasar esto para darnos cuenta de que este monstruo llamado capitalismo se fue llevando a pedazos el Estado. Para ver que de toda esa institucionalidad construida a lo largo de dos siglos solo nos queda un puñado de huesos desarticulados.
Si hay una lección que puede dejarnos esta experiencia, es que necesitamos un estado fuerte que ponga a la salud, la educación y la ciencia por encima de la ganancia.
Si no lo aprendemos ahora, este inmenso dolor de nuestro pueblo, habrá sido inútil.
Raúl Pintos artista y docente.
Foto de portada del Diario El Tiempo