Por Diana Carolina Alonso
La historia de una joven revolución centroamericana, la Brigada Libertador General San Martín y el sueño internacionalista de toda una generación.
NICARAGUA| En 1985, un grupo de jóvenes de la Federación Juvenil Comunista (FJC) terminaba sus preparativos para partir junto a la Brigada Libertador General San Martín. Casualidad o signo de los tiempos, ésta sería bautizada con el nombre de un patriota de la Patria Grande, y se propondría viajar nada menos que al seno de una ecléctica revolución cristiana, socialista, nacionalista y tercermundista, conquistada por asalto mediante un método “non sancto” según los manuales de la ortodoxia pro-soviética. Campesinos, tiros y sotanas parecía un formula realmente difícil de digerir para el Partido Comunista Argentino (PCA), el cauto partido de la revolución por etapas.
Claro que la iniciativa fue conquistada no sin pujas ni rispideces: “aventurerismo” y “guerrillerismo” fueron quizás las dos palabras a la mano que más fueron utilizadas para desmovilizar a la juventud entusiasta. “La Fede”, cuyo secretariado encabezada por ese entonces Patricio Etchegaray, a la postre Secretario General del PCA hasta su muerte, impulsaba una tendencia autocrítica que finalmente acabó imponiéndose.
Se buscaba así evitar una nueva fractura como la que en el año 1968, y bajo la mirada severa del guerrillero heroico, costó al PCA la amputación de prácticamente toda su juventud. Ésta, bajo la reivindicación de la lucha armada, se marcharía para fundar el Partido Comunista Revolucionario, de inspiración maoista.
Con un legado de errores, aciertos, autocríticas y virajes, como sobre un campo embarrado con huellas de neumáticos zigzagueantes, el XVI Congreso marcó la pauta de un verdadero asalto de las juventudes a las estructuras anquilosadas del PCA. La nueva generación militante impugnó entonces la fatal lectura del partido sobre la dictadura cívico-militar de Videla-Viola, y propuso modificaciones de índole organizativa, ética y política.
Por esas épocas fue también notable el giro latinoamericanista, la reivindicación tardía de la Revolución Cubana y del ejemplo de Ernesto Che Guevara (cuyo Diario de Bolivia era considerado por algunos como un documento fraguado por la CIA, según el testimonio de algunos brigadistas).
También fue en ascenso el acompañamiento atento de los procesos insurgentes en Nicaragua y El Salvador, que ponían a punto la actualidad de la revolución, cuyo huracán se había desplazado del Cono Sur a la sub-región de Centroamérica y el Caribe. Además, la crisis y el agotamiento de la atracción que ejercía la Unión Soviética, obligaba al partido a buscar nuevas referencias ante el peligro cierto de caer en la más completa orfandad.
Corría el año 1985 y las presiones para impedir la concreción de la brigada internacionalista no se hicieron esperar. Diversas instituciones protestaron de forma velada o escandalosa para forzar a que el gobierno radical de Raúl Alfonsín impidiera la partida de la comitiva, acusada por la prensa insidiosa y los cables de la embajada norteamericana de ser una mera escuela para el entrenamiento militar de subversivos.
Hubo inclusos quiénes propugnaron la ruptura de relaciones con la joven Revolución Sandinista para no destemplar los vínculos sostenidos con la administración neoconservadora de Ronald Reagan. Del otro de lado de la moneda los militantes se abocaban a una esmerada campaña financiera que incluía colectas, festivales, la venta de bonos y aportes personales para costear el significativo precio de los pasajes Buenos Aires-Managua. Los intentos de recrear la vieja y nunca perimida tradición internacionalista evocaban en la militancia desde los ejércitos continentales de San Martín y Bolívar, hasta la gesta heroica de las Brigadas Internacionales durante la Revolución Española.
Mientras tanto, en Nicaragua, la frágil y dependiente economía dedicaba buena parte de sus esfuerzos a la contención de la guerra sucia, el intento de frenar la sangría material y humana de los atentados y sabotajes, y el enfrentamiento con los denominados “Contras”, grupos irregulares conformados por ex militares somocistas, mercenarios norteamericanos y paramilitares a sueldo de la oligarquía desplazada del control de mando estatal.
La “militarización” de la sociedad y el reclutamiento masivo de jóvenes para el Servicio Militar Patriótico, lejos de ser la consecuencia de presuntas derivas autoritarias o militaristas, respondían al imperativo primero de cualquier revolución: sobrevivir a la embestida coordinada de sus múltiples agresores internos y externos. En ese contexto de asfixia y hostigamiento permanente, la recolección del café se volvería el puntal de la sostenibilidad económica del joven proceso revolucionario, y se rodearía de una épica solo comparable a las zafras azucareras que inmortalizaría en Cuba el trabajo voluntario de Ernesto Che Guevara.
Durante tres años consecutivos, del 85 al 87, se repetirían las ya popularizadas “brigadas del café”, compuestas en su mayoría por militantes de la FJC pero también por voluntarios extra-partidarios oriundos de diversa provincias y de los oficios y militancias más variopintas. Los nicas harían lo propio y movilizarían los llamados Batallones Estudiantiles de Producción, compuestos por jóvenes del último año del secundario que se sumaban a suplir la exigente demanda de la producción cafetalera.
Diversos serían los países, tendencias y organizaciones que confluirían en aquella Nicaragua tan violentamente dulce, al decir de un visiblemente maravillado Julio Cortázar. Incluso la izquierda argentina, separada aquí por amargas contradicciones, confluiría en las trincheras comunes de la patria del General de Las Segovias.
Antes y durante la revolución coexistirían diversas delegaciones y brigadas: a las repetidas “brigadas del café” del PCA debemos sumar la “Brigada Simón Bolívar”, perteneciente al trotskista Partido Socialista de los Trabajadores (PST), organizada por Nahuel Moreno desde su exilio en Colombia; y la participación de Enrique Gorriarán Merlo y otros cuadros del PRT-ERP, quiénes, entre otras acciones, fueron partícipes de la operación que ajustició en Asunción del Paraguay al ex-dictador Anastasio Somoza, y de la construcción de los nuevos organismos de seguridad del Estado. Incluso sectores de las juventudes peronistas, radicales y democrata-cristianas, así como organizaciones sociales de todo tipo, multiplicarían sus gestos de apoyo y solidaridad con la Revolución.
Otras naciones, notablemente Cuba, contribuirían también con brigadas médicas y productivas para paliar la crítica situación económica y sanitaria de aquel entonces, así como con educadores y educadoras que se sumarían a la “Cruzada Nacional de Alfabetización”.
Sesenta mil personas, muchas de ellas jóvenes, encarnarían los lineamientos del gran estratega de la revolución, Carlos Fonseca Amador, quién antes de su caída en combate había instruido a los cuerpos guerrilleros a no solo formar al campesinado en el uso de armas de fuego, sino también a contribuir con su alfabetización. El analfabetismo, que alcanzaba entonces a casi la mitad de la población, fue reducido al 13% en menos de un año, y también se trabajó sobre la incorporación y permanencia de las mujeres no solo en la alfabetización, sino también en la producción, la salud preventiva y la educación sexual y reproductiva.
Lamentablemente, también los gobiernos cívico-militares y el imperialismo norteamericano practicarían su propio, aterrador y eficaz “internacionalismo”, coordinando una estrategia de contra-insurgencia de alcance regional. Militares argentinos, sin ir más lejos, se desempeñarían como “asesores técnicos” de la Contra.
Finalmente una estrategia quizás demasiado ingenua terminaría por desbaratar, en el terreno de elecciones condicionadas por la asfixia internacional y la guerra sucia, a un proyecto que había sabido construir una holgada legitimidad en la práctica de la democracia revolucionaria en las montañas y en las barriadas pobres de las grandes ciudades. Y sin embargo, a contramano de quiénes creen que los procesos revolucionarios son completamente reversibles o sencillamente inútiles, la Revolución Sandinista marcaría la historia al rojo vivo, actualizaría el proyecto socialista y nuestro americano, y cambiaría de forma definitiva la vida de millones de nicaragüenses. Y de no pocos militantes internacionalistas.