Por @LautaroRivara
Esta historia podría tomar muy diversos puntos de partida. Podría empezar con un muchachito de San Antonio de los Banios, hoy provincia de Artemisa, Cuba. Desgarbado, de manos finas, más hábiles para la guitarra que para el rifle de asalto. Un joven trovador que interpreta sus canciones en la línea de Porto Amboim para las tropas cubanas y angoleñas allí presentes. Su nombre, ya algo célebre por ese entonces, es Silvio Rodríguez. O podría comenzar por Carlota, una negra lucumí que protagonizó la sublevación de los esclavos del ingenio azucarero “Triunvirato” en la provincia de Matanzas, el 5 de noviembre de 1843, y que generosamente una corveta de la marina de guerra de los Estados Unidos que andaba por allí se ofreció a reprimir.
Carlota no sabía, no podía saber, que volvería a nacer en tierra africana más de un siglo después. O podría empezar con los preparativos para ir a Luanda, por ese entonces era un hervidero, por parte de un joven periodista polaco. Rsyzard Kapuściński, único corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa en el extranjero, encargado de cubrir los últimos acontecimientos de varias decenas de países a la vez, quién se convertiría en el más grande cronista de aquellas jornadas con un libro titulado, sugestivamente, “Un día más con vida”. O podría empezar con Joaquim António Lopez Farrusco, un joven portugués que, tras dos años de servicio militar en la colonia de Angola, decidió cambiar de patria como quien se arranca la piel, volviéndose el más afamado comandante de una guerrilla marxista e independentista. Pero comencemos, mejor, con algunas coordenadas históricas.
La Guerra Fría y la descolonización africana
Promediaban los años setentas, y la inacabable Guerra Fría seguía concitando la atención del mundo. Pese al patrocinio de una cierta “distensión”, el conflicto no declarado entre las dos superpotencias globales, los Estados Unidos y la Unión Soviética, alcanzaba sus más elevadas temperaturas en la periferia africana, asiática y latinocaribeña. La adscripción a uno u otro de los bloques de poder, el desarrollo de una articulación global de países “no alineados”, así como la irrupción de numerosísimas organizaciones político-militares que abogaban por la liberación nacional de las colonias del Tercer Mundo, marcaban un campo de fuerzas singularmente complejo.
En abril del año ‘75, con la caída del palacio presidencial en Saigón, había quedado sentenciada la derrota inapelable de los Estados Unidos en la Guerra de Vietnam. La llama revolucionaria se extinguía en el Cono Sur por la acción coordinada del Plan Cóndor, pero nuevas brasas se encendían en Centroamérica y el Caribe. Para el contexto africano, 1960 había marcado el punto de partida en la carrera por la descolonización, con las ex colonias francesas, belgas y británicas marcando el camino. La extensa guerra de liberación de Argelia, el asesinato del primer ministro congoleño Patrice Lumumba en 1961, y la negativa del Estado Novo de Portugal de transigir la independencia de sus respectivas colonias señalaban los contornos de la geopolítica regional.
Angola, en particular, era la más rica y lucrativa de las colonias portuguesas, con su importante reservorio de petróleo y diamantes y su producción de algodón y café. Las fuerzas nacionalistas de Guinea-Bisáu, Cabo Verde, Mozambique y Santo Tomé y Príncipe seguían con atención el curso de los acontecimientos angoleños.
En 1974, un alzamiento civil y militar en Portugal acabó con su régimen de facto, dirigido por ese entonces por Marcelo Caetano y debilitado, en otros factores, por el esfuerzo bélico destinado a mantener sometidas a las díscolas colonias africanas. Éstas eran consideradas como un pilar de la propia identidad nacional (“Angola e nossa” -Angola es nuestra- rezaba por ese entonces una conocida marcha militar portuguesa). Un joven intelectual de Guinea-Bisáu, Amílcar Cabral, había destacado entre todos los cuadros político-militares del Tercer Mundo reunidos en la Conferencia de la OLAS en La Habana, en el año 1967. Su lúcido análisis había previsto y fundamentado estos acontecimientos, por lo que orientó el trabajo de su organización, el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGC), más que a una victoria militar improbable, a un paciente trabajo para socavar la legitimidad local e internacional del imperialismo portugués.
El 15 de enero de 1975, el gobierno surgido de la Revolución de los Claveles debió negociar con las tres principales fuerzas insurgentes angoleñas la independencia del país, prevista para entrar en vigor a partir del 11 de noviembre de ese mismo año. En un clima de desconfianzas recíprocas, el Tratado de Alvor fue firmado por el Gobierno de Portugal, el Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA) de inspiración marxista, el Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA) y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA). Estas dos últimas, organizaciones de tendencia conservadora y pro-occidental, financiadas y asesoradas por los Estados Unidos a través de su central de inteligencia. Aliadas, en el plano regional, al régimen del apartheid en Sudáfrica y al Zaire (actual República Democrática del Congo) gobernado por la dictadura de Mobutu tras el derrocamiento y asesinato de Lumumba.
Las desavenencias en torno a las características de la nueva nación a edificar y la lucha por reorientar en un sentido u otro la política internacional de la nueva Angola condujeron al rápido abandono de los acuerdos de Alvor. Y también a una carrera militar por parte de las fuerzas beligerantes para tomar posesión de Luanda, la capital del país, y declarar inaugurado, bajo su predominio, el nuevo estado independiente. En una estrategia concertada de pinzas las fuerzas sudafricanas y la UNITA avanzaban desde el sur, mientras que las fuerzas mercenarias de Mobutu hacían lo propio desde el norte, apoyadas y financiadas todas por los Estados Unidos y otras potencias occidentales.
Por otro lado, el MPLA contaba con más simpatía que apoyo de parte los independentistas de la ANC en Sudáfrica y del SWAPO en la Namibia ocupada por Sudáfrica. Pero también con la asesoría militar cubana y el apoyo financiero y armamentístico de la URSS, reacia a intervenir de forma directa y enérgica en pleno desarrollo de lo que dio a conocer como la “distensión” de las relaciones soviético-norteamericanas. De hecho, fue la propia Cuba la que, actuando con total independencia de criterio respecto de su potencia aliada y utilizando su mismo armamento, obligó a la URSS a una participación más decidida en los combates del África austral.
De Argelia a Angola
El primer hito de la participación de Cuba en África fue, sin embargo, más antiguo. Ya en 1961, apenas dos años después del triunfo de la Revolución Cubana, un barco cargado de armas partió de la isla caribeña para apoyar al Frente de Liberación Nacional de Argelia, y retornó de nuevo con huérfanos y combatientes heridos que serían atendidos en la isla. Cuba participó también en la defensa de Argelia frente a la agresión marroquí, organizada logísticamente por los Estados Unidos en el año 1963. Desde el año 1965, más de 60 médicos y militares asesoraron, entrenaron y combatieron junto a las fuerzas nacionalistas de Guinea-Bisáu y Cabo Verde, y otros tantos hicieron lo propio luego junto al Frente de Liberación de Mozambique (FRELIMO) y la Unión del Pueblo Africano de Zimbabue (ZAPU). Menos conocida aún es la mediación personal de Fidel Castro para evitar en el año 1977 la guerra civil entre Etiopía y Somalía, y, tras el inicio de hostilidades por esta última nación, la contribución cubana a la defensa del gobierno socialista etíope con más de 12 mil combatientes.
Lo que si es historia conocida es que el propio Ernesto “Che” Guevara comandó una misión internacionalista en el Congo entre 1965 y 1967, la cual ha sido analizada desde los más diversos ángulos. Por ejemplo, hay quiénes han dado en llamar “fracaso” a lo que en realidad fue una derrota parcial y provisoria. La misión, en la visión de Manuel Piñeiro Losada (alias Barbarroja), uno de los más altos estrategas cubanos y responsable del mítico Departamento América, se proponía asesorar y transmitir experiencias político-militares a las fuerzas que resistían a la dictadura de Mobutu. La idea nunca fue dirigir a control remoto una guerra de liberación africana. Muy lejos de los desvíos voluntaristas y militaristas que se le imputan al Che, el plan estratégico era contribuir a desarrollar en el Congo, el auténtico corazón del África, una “columna madre” de la que se desprenderían otras tantas columnas que contribuirían a la liberación del resto del continente. Meses de estudio paciente, labores de inteligencia, articulación política con las organizaciones africanas, entrenamiento físico y preparativos logísticos antecedieron a la misión. De hecho, el mismo Guevara había realizado una gira africana entre diciembre del ‘64 y febrero del ‘65, reuniéndose clandestinamente con las principales referencias de los movimientos de liberación nacional del continente. Finalmente, las propias contradicciones internas de las fuerzas congoleñas, la falta de experiencia militar, la supremacía militar de Mobutu y sus aliados occidentales, así como la filtración de la participación del Che en la misión, obligaron a su repliegue.
Por otro lado, es interesante como las incomprensiones, las diferencias irreductibles de criterios y los choques culturales, a veces risibles o violentos, ilustran la complejidad de la práctica internacionalista. Un veterano cubano recordaba por ejemplo la centralidad que los africanos daban a la práctica religiosa, rezando incluso en medio de los combates. O la negativa de algunos angoleños a cavar trincheras, dado que las identificaban con tumbas y argumentaban que las tumbas eran para los muertos. Como sea, aún los aspectos más amargos de la experiencia congoleña otorgarían una valiosa experiencia y se convertirían en un capítulo central de una práctica internacionalista sostenida que, con la Operación Carlota, alcanzaría la dimensión de una auténtica epopeya.
La Operación Carlota
Según recuerda un dirigente histórico dirigente del MPLA:
“Cuando decidimos pedir ayuda a Cuba, hicimos una petición formal. La oferta de Fidel fue mayor que nuestra petición. Fue mucho más allá de lo que esperábamos. Nos dijo: -los van a aniquilar, van a necesitar mucha más ayuda que esa-. Nosotros pedimos, por decirlo así, un paquete de caramelos. Pero él dijo -nada de un paquete, ustedes necesitan 80 kilos de azúcar, muchos litros de agua y una mezcladora. Ofreció un plan mucho mas elaborado que el nuestro. -Y tampoco tienen cocineros -agregó- así que también les voy a mandar cocineros-”. El resultado fue lo que en código se conoció como la “Operación Carlota” bautizada así en homenaje a la negra lucumí de la que hablamos al comienzo, en un clara reafirmación de los lazos históricos y culturales entre Cuba y África.
La contribución cubana inicial fue de 36 mil soldados de infantería, tropas de élite y armamento soviético de última generación que estaba en poder de los cubanos. Pero el conjunto de la operación movilizaría entre el año 1975 y el repliegue del último contingente en 1991, la increíble cifra de 377 mil combatientes. Se trataba de alrededor de un 10 por ciento de la población adulta del país, una auténtica “generación Carlota” en la que combatiría hasta el más afamado trovador de la revolución cubana. No hubo familia cubana que, además, no hiciera su contribución excepcional en aquel frente de batalla no menos determinante: el de los hogares y demás puestos de trabajo en que se debían suplir, con mayores cargas, el lugar de los y las ausentes.
¿Pero cómo es que una pequeña nación caribeña pudo organizar una operación para combatir en un país en el que los norteamericanos tenían importantes intereses creados, en particular en la región petrolera de Cabinda? ¿Cómo pudieron desplegarse, desde una isla situada a 90 millas del imperio más poderoso del planeta, decenas de barcos con varios miles de combatientes, insumos médicos, vituallas, pertrechos militares, piezas de artillería e incluso algunos aviones MiG-15 escondidos en las bodegas de los barcos? ¿Cómo es que todo esto pudo suceder en las propias narices del presidente Richard Nixon y el secretario de estado Henry Kissinger, sin que lo supieran ni el Departamento de Estado ni la CIA? En palabras de uno de los halcones de Washington: “Estados Unidos los ve todo negro cuando se trata de Cuba. Ver actuar a los cubanos fuera de Cuba constituía una verdadera derrota para los Estados Unidos”.
La explicación es quizás más simple de lo que podría parecer en un principio: la Operación Carlota excedía sencillamente todo lo conocido e imaginable hasta entonces. Nunca antes un ejército latinoamericano había combatido masivamente y con fuerzas regulares en otro continente para apoyar el proceso de liberación de varias naciones. Nunca antes una misión internacionalista había alcanzado esta magnitud y envergadura, multiplicando por siete u ocho la cantidad de internacionalistas que en su conjunto integraron las célebres Brigadas Internacionales durante la Guerra Civil Española. Nunca antes una país periférico se había atrevido a atravesar todo el Océano Atlántico, eje del poder colonial desde 1492, desandando en sentido inverso y con un significado exactamente opuesto el camino de los barcos negreros. Nunca antes el imperialismo norteamericano y sus socios de la OTAN, ciertamente golpeados en Playa Girón y en Vietnam, habían sido desafiados de manera total y global. Nunca antes el internacionalismo tercermundista había organizado una guerra de carácter efectivamente internacional y tercermundista, en plena sintonía con los postulados de la Conferencia Trincontinental y la apelación del Che Guevara a crear “dos, tres, muchos Vietnam”.
Uno de los combates más decisivos de toda la campaña se daría en Kifangondo. La participación inesperada de tropas cubanas y el despliegue de una artillería de gran impacto desorientaron por completo a los ejércitos de Sudáfrica, Zaire y las fuerzas del FLNA, quiénes debieron retirarse. La victoria allí obtenida despejaría el camino para la ocupación definitiva de la capital Luanda por parte de las fuerzas del MPLA. Tras exactamente 400 años de colonización portuguesa, ni un año más ni un año menos, Angola declararía su carácter independiente. Y el poeta e independentista Agostinho Neto sería elegido como su primer presidente, lo que celebraría fumando, por primera y única vez en su vida, un cigarro cubano.
Pero la independencia no implicaba el fin de la guerra civil, y las fuerzas beligerantes internas y externas seguían operando en territorio angolano, con base en la Namibia ocupada por el apartheid. La madre de todas las batallas se daría en Cuito Cuanavale, una de esas gestas que si no fuera por nuestra inveterada colonización pedagógica nos enseñarían desde niños en la escuela. Seis intentos sucesivos de ofensiva sudafricana fueron repelidos allí por las Fuerzas Armadas Populares de Angola y por las experimentadas tropas cubanas. En la dura contienda, la mayor operación militar cubana de toda su historia, perecieron más combatientes que en toda la campaña rebelde de la Sierra Maestra. Pero fue allí que se selló el destino de al menos cuatro naciones: Angola, que consolidaría finalmente su independencia; Zimbabue, que haría lo propio cinco años después; Namibia, cuya liberación sería rubricada en la negociación cuatripartita entre angoleños, cubanos, sudafricanos y norteamericanos en los acuerdos de paz posteriores a la batalla; y la del propio aparheid sudafricano, que sufriría en Angola y Namibia un duro revés.
Un Girón africano
Fidel Castro sintetizaría mejor que nadie los alcances y el significado de la epopeya cubana, durante y después de su realización. En su discurso de clausura del I Congreso del Partido Comunista Cubano en diciembre del ‘75 decía:
“(…) algunos imperialistas se preguntan por qué ayudamos a los angoleños; que qué intereses tenemos nosotros allí. Ellos están acostumbrados a pensar que cuando un país hace algo es porque está buscando petróleo o cobre, o diamante o algún recurso natural. ¡No! Nosotros no perseguimos ningún interés material (…) estamos cumpliendo un elemental deber internacionalista cuando ayudamos al pueblo de Angola”.
“Lo que es determinante para la unidad es la ideología, y no la geografía”. Cartel histórico de Fidel Castro y Agostinho Neto en Luanda.
La epopeya cubana cumpliría aún otro rol histórico, al responder a la siempre insoluble pregunta sobre como relanzar la radicalidad de un proceso revolucionario maduro. En este caso, el internacionalismo concreto, práctico y combatiente de Cuba, se demostró como la única fórmula real de la revolución permanente, al educar y reeducar a toda una generación joven, una auténtica “generación Carlota”, en las peripecias de una guerra de liberación. La revolución, la única escuela conocida e insoslayable de revolucionarios y revolucionarias, forjaría en acero a toda una generación cubana, la misma que luego soportaría estoicamente la caída del bloque soviético, el rechinar de dientes del Período Especial y toda una nueva etapa de hostilidades norteamericanas. René González, uno de los cinco agentes de inteligencia cubanos apresados por infiltrar organizaciones terroristas con sede en Miami, cuyo caso alcanzara nuevamente notoriedad con el estreno del film “La red avispa”, declaró: “Angola me enseñó que las obras más hermosas las levantamos hombres imperfectos”.
Ya muchos años después, el mismo Fidel realizaría un balance concluyente:
“Nada nos llevamos de África, saqueada una y otra vez por las potencias coloniales. Estuvimos allí a solicitud de su pueblo, cumpliendo lo que consideramos un deber sagrado. Los miles de combatientes que pelearon en África no actuaban en busca de gloria personal ni de riqueza alguna, no les movía otro deseo que el ser útiles, cumplir con la Revolución, estar a la altura del tiempo que les tocó vivir.”
Su discurso fue pronunciado en la ceremonia de despedida de los internacionalistas muertos en combate: 2.289 a lo largo y ancho de toda África, de Namibia a Argelia, de Etiopía al Congo. He visto las tumbas de esos combatientes en el Panteón de los Caídos por el Internacionalismo, situado a pocos metros de la piedra bajo la que descansa el líder histórico de la Revolución Cubana (“guijarro simple, como tú”, cantaba el poeta). Precisamente allí en la orgullosa Santiago de Cuba, en el Cementerio de Santa Ifigenia, allí donde solían ir a parar los cuerpos de los hacendados ricos y los dueños de plantaciones, como aquellos del ingenio “Triunvirato” que sublevara la negra Carlota. Allí, frente a esa piedra y frente a ese panteón, no puede evitar recordar las palabras de Walter Rodney, ese otro internacionalista, hijo simultáneo de Guyana, Jamaica y Tanzania, del Caribe, Latinoamérica y África, cuando definiera a Fidel Castro como “el más negro de todos nosotros”. Fue aquel comandante y los esfuerzos conjuntos de toda África y toda Cuba, los que supieron ganar el segundo combate de Playá Girón: el Girón africano.