Por: Guillermo Rico Reyes
El pasado 9 de agosto se cumplieron 26 años del asesinato del padre del hoy senador Iván Cepeda Castro, el también senador, Manuel Cepeda Vargas, que cayó por la acción delincuencial de un grupo de militares, cuya célula sicarial estaba al mando del sargento Zúñiga Labrador, pero debo aclarar ese puñado de hombres tuvieron que actuar bajo la orden de los autores intelectuales, cuyas identidades se desconocen.
Manuel Cepeda era director del Semanario Voz, miembro de la dirección nacional de la Unión Patriótica y del Partido Comunista, pero más allá de su militancia, era un defensor de la vida y los derechos humanos. Su recia voz nunca calló frente a la injusticia y su mano tampoco tembló cuando señalaba a los criminales del pueblo colombiano, por eso he escogido este, como el tema de mi columna esta semana que muy amablemente publican www.alcarajo.org y la Escuela de Formación Política de Colombia Humana.
Antes de entrar en materia, también quiero invitarlos a que nos acompañen en YouTube, RED LIBRE, donde trataremos “La presencia de los dineros del narcotráfico en las altas esferas de poder, por su puesto también en el Ejército Nacional donde sirvió, entre muchas cosas, para realizar operativos contra los luchadores sociales y líderes cívicos en todo el país.
En mi libro EN MEDIO DE LA GUERRA, publiqué la irónica historia del asesino del Camarada Senador; es una historia mescla de realidad y ficción, ya que los diálogos, la noche de la celebración, son imaginativos. En mi columna de hoy comparto con ustedes este, el capítulo 9, titulado: LOS SUEÑOS DEL SARGENTO ZUÑIGA LABRADOR. Por su puesto, levanto los derechos de autor para que sea compartida.
Los sueños del sargento Zúñiga Labrador
Justo Gil Zúñiga Labrador era un sargento del Ejército Nacional adscrito a la Brigada 13 con sede en Bogotá. Estaba enamorado de dos estrellas, su hija Yelitza Zúñiga Marín y su pistola, una Walter P.P.K. nueve milímetros que con frecuencia idolatraba delante de sus vecinos. Era como si se empeñara en hacer lo que los maoístas suelen llamar “culto a la personalidad”, pero no de un ser humano, sino de un arma de fuego.
La noche del 9 de agosto de 1994 el sargento llegó a la tienda del barrio, donde ya era conocido no solo por ser del lugar, sino también por los frecuentes escándalos que armaba por diferentes motivos: la cerveza no estaba fría como le gustaba, la música, la forma como interpretó la mirada del vecino…
Esa noche llegó feliz invitando tragos a todo el que quisiera, y al que no… también, casi se convirtió en una obligación beber con él durante esa noche ideal para los borrachos del barrio, pero perjudicial para los que por equivocación o necesidad entraron al negocio a comprar algún producto.
Con las botellas de aguardiente, whiskey o cerveza, el ambiente se fue calentando, así que, ya llegando la media noche, el sargento Zúñiga desenfundó su arma, pero esta vez no fue para amenazar a sus contertulios, no, Esta vez fue para hacer el culto a la personalidad de su arma, como ya lo había descrito. Según testigos, al mostrarla, quitó el proveedor y sacó la bala de la recámara para evitar accidentes, eso nunca lo hacía, por el contrario, siempre alardeaba de dejarla lista para hacerla sonar. Esa noche no pasó lo mismo, la miró con agradecimiento e inició un monólogo con esa arma.
-Esta es una pistola verraca, es una Walter P.P.K. de nueve milímetros, yo le tengo dos proveedores de dieciocho tiros cada uno, pero nunca los he tenido que utilizar, ¿y saben por qué? Porque con una sola bala es suficiente, si se quiere asegurar pues apriete dos veces el gatillo, pero con una bala ya está listo y terminado el trabajo.
Con el tiempo los comentarios fueron más descriptivos y, por supuesto, lo privado comenzó a ser público.
-No hay trabajo que no me haya encargado mi comandante y que yo no le haya cumplido y lo he hecho bien, gracias a esta mamacita, a esta nena que nunca me ha dejado embalado, así fue hoy, con esta nena acabamos con ese guerrillero que era senador de la República.
Con su relato quedó en evidencia que este hombre que durante años había asolado el barrio con sus amenazas por mal genio o borracheras, estaba auto incriminándose delante de más de doce personas.
-Sí, yo maté a ese hijo de puta, iba en un carro blindado, pero yo le apunté con esta maravilla y le metí uno… sí, con uno es suficiente y se lo metí en la cabeza, se desplomó, se murió de una.
El relato dejó sin respiración a los que lo rodeaban, las noticias de ese día se habían dedicado al asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas, que había sido emboscado a las nueve de la mañana en la avenida de Las Américas con carrera sesenta y ocho en el suroccidente de Bogotá.
Un carro Renault nueve, blanco, lo había cerrado y cuando el conductor trató de evitar una colisión, por el otro lado otro automóvil disparaba contra el legendario político que durante años había sido el defensor de los derechos humanos del pueblo colombiano.
Hacía menos de cuarenta y ocho horas se había posesionado el nuevo presidente de Colombia, Ernesto Samper Pizano, con un discurso que no le gustaba a nadie: los derechos humanos. Así la oligarquía le estaba respondiendo, diciéndole que no le permitiría aplicar “esa carreta”.
-Sí, yo le di a ese perro, esta niña nueve milímetros no me falló, donde le puse el ojo ahí le di. Sirva más trago para celebrar.
En el curso de los días siguientes varias personas se presentaron ante la Fiscalía para denunciar las declaraciones que en medio de la borrachera hiciera el sargento Zúñiga Labrador. Inicialmente el ente de control desestimó las declaraciones de los primeros testigos, pero después las cosas cambiaron, así que, debido a la gravedad del crimen, se ordenó un allanamiento a la casa del militar. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo ligera que había estado su lengua la noche de su “celebración”.
Pero pese a que, según testigos, fue un operativo minucioso y milimétrico, nada se encontró. Buscaron en todas las habitaciones, en las camas, los muebles, el techo, las tejas, los baños, el patio y la cocina. Todo lo revisaron una y otra vez paro nada encontraron. Varias horas después, la comisión del Cuerpo Técnico de la Fiscalía abandonaba la casa con total sentimiento de frustración.
El tiempo pasó y con él dos hechos sucedieron. El primero, el sargento viajaba con frecuencia a diferentes lugares de todo el país para realizar comisiones de corta duración… coincidencialmente, al regresar de cada viaje, siempre se reportaba el asesinato de algún líder popular, testigo de la Fiscalía o trabajador comunitario. Nunca se pudo comprobar que esos asesinatos estuvieran ligados al sargento, por lo que tampoco prosperaron las diferentes denuncias que se hicieron contra él. Lo que sí prosperó fue el amor que el sargento le profesaba a su hijita, las sonrisas y los juegos de una niña alegraban su casa y su vida.
Cuentan los vecinos que él era un padre enamorado de su criaturita, no importaba a qué hora llegara, la noche no podía ser buena si no pasaba, aunque fuera a darle un beso en su frente. Cada viaje era un motivo para traerle un juguete, una prenda de ropa o un cariñito, resultaba curioso cómo este hombre que era un peligro social, frente a su hija era un hielo en el pavimento caliente.
El 28 de junio de 1996, cuando el sargento se encontraba en una de sus comisiones especiales en la Costa norte del país, una llamada de un superior le ordenaba que dejara lo que estuviera haciendo y regresara urgente a Bogotá, al preguntar por qué, no tuvo respuesta, solo la ratificación de la orden. Sin cuestionarlo se presentó ante el oficial que coordinaba el viaje a la capital, se embarcó en el avión y regresó. En la puerta de la aeronave, ya en Bogotá, fue interceptado por agentes del CTI que, sin explicaciones, lo esposaron y trasladaron al búnker de la Fiscalía General de la Nación.
Frente a quien había ordenado su detención exigió respuestas a lo que consideraba era un atropello. El investigador lo miró y con cierto aire mezcla de triunfo y tristeza por lo injusto del desenlace, le informó:
-Le tengo dos malas noticias, la primera es que tenemos el arma con la que usted hace casi dos años asesinó al senador Manuel Cepeda Vargas, pero en realidad la pistola la encontró su hijita Yelitza Zúñiga, la niña estaba jugando en la cocina cuando un baldosín del pisó se abrió y debajo estaba la Walter P.P.K. que usted había escondido con una bala en la recámara, su hija la sacó y al manipularla la disparó contra su cara y se mató, las pruebas de balística demostraron que esa misma arma fue la empleada en el asesinato del líder de izquierda.
Justo Gil Zúñiga Labrador y Hernando Medina Camacho fueron condenados a cuarenta y tres años de cárcel. Sin embargo, Iván Cepeda, hijo del inmolado líder de izquierda, logró demostrar que estos dos sujetos eran trasladados de las guarniciones militares para que continuaran con sus actos delictivos contra líderes populares en todo el territorio nacional.