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Bitácora Internacionalista: Los viajes prohibidos de San Martín y Cafrune

PorLautaro Rivara

Ago 27, 2020

Ni a José de San Martín ni a Jorge Cafrune los poderes de turno les perdonaron sus viajes prohibidos, los que debieron pagar con el exilio y la muerte. De Yapeyú al Perú y de Francia a la Argentina, dos historias cruzadas de patriotismo e internacionalismo.

Por: @LautaroRivara

“Dicen que un zurdo no puede mancillar la tierra de San Martín”. Eso contó Cafrune que decían las amenazas de los que pretendían evitar su travesía, cuando en el año 1978 se propuso montar a caballo rumbo a la hoy correntina, antes misionera y siempre guaranítica Yapeyú (“fruto maduro” en aquella otra lengua argentina). El cantor daba continuidad, una década después, pero animado por el mismo espíritu, a su gira “De a caballo por mi patria”, que lo tuvo a remolque de una troupe de artistas, caballos, carromatos, tiendas de campaña y hasta de una vaca lechera entre los años 1967 y 1969. La primera gira fue ideada originalmente como homenaje al Chacho Peñaloza, el popular caudillo riojano asesinado a traición por las fuerzas unitarias, cuya cabeza fuera a dar en una pica en la plaza de Olta para escarnio de su compañera de armas Victoria Romero y del resto de las montoneras alzadas. La tentativa se proponía entonces unir al país desde los pequeños y múltiples universos jujeños hasta los fiordos australes en que ardieron las hogueras selk’nam que darían su nombre a la mítica Tierra del Fuego.


Tapa del disco “El Chacho, vida y muerte de un caudillo«

La dictadura cívico-militar, auto-designada como Proceso de Reorganización Nacional, ya había consumado para ese entonces buena parte de los objetivos político-militares de su guerra sucia, a través del asesinato sistemático, la tortura “absoluta, intemporal, metafísica” que describiera Rodolfo Walsh, el secuestro de bebés y la invención de la figura espectral del desaparecido. El mismo Jorge Rafael Videla había dicho en una de las Cenas de Camaradería de las Fuerzas Armadas el 7 de julio de 1976 que “la lucha se dará en todos los campos, además del estrictamente militar. No se permitirá la acción disolvente y antinacional en la cultura”. Y dos años después el brigadier Agosti agregaría: «Si bien las armas han callado, el enfrentamiento fundamental aún continúa. […] El enemigo ha sido derrotado, pero no aniquilado. Ha trasladado su campo de acción a otras regiones del mundo, y en nuestro país cambió su frente de lucha directa por el de la penetración ideológica con lo cual se propone continuar su permanente tarea de destrucción.»

Para algunos Cafrune había traspuesto ya el umbral paranoico e imaginario de la “penetración ideológica” durante su última actuación en Cosquín, en el mismo festival que lo había consagrado años atrás, y en el que había dado a conocer -y literalmente custodiado arriba del escenario- ni más ni menos que a Mercedes Sosa, comunista y militante del Movimiento del Nuevo Cancionero. Precisamente él, un gaucho de orígenes sirio-libaneses, siempre montado en algún caballo árabe o más tarde “a pelo” en su Harley Davidson, pero invariablemente vestido de paisano. Le habían prohibido expresamente interpretar Milonga del fusilado, Zamba de la esperanza y también, por supuesto, El orejano. Desafiante las tocó a todo tarro a pedido del público y terminó siendo desalojado del escenario por los uniformados.

En una acción temeraria Cafrune se proponía ahora llevar consigo un cofrecito lleno de tierra de Boulogne-sur-Mer, la ciudad francesa a la que fueron a parar los huesos duros del libertador José Francisco de San Martin. Un gesto pequeño de la mano de un hábil formulador de símbolos que, sin histrionismos, supo cantar y vivir las labores, las glorias y los dolores del pueblo. Cafrune hacía con la música criolla lo que los revisionistas hacían con la historia patria: la revisitaba, la revivía, la recreaba y hasta la corregía, porque también se tomaba la licencia de modificar las letras de cuanta canción recogía, incluidas las de su venerado maestro, don Atahualpa Yupanqui.

La gira de Cafrune implicaba un auténtico desagravio para el Libertador y su sable corvo, cuya memoria era manoseada entonces por las tentativas de autolegitimación de un régimen castrense que se imaginaba como imposible legatario del Ejército de los Andes que liberó a tres naciones sudamericanas, más cercano como estaba del Plan Cóndor que de los Granaderos a Caballo. Y un desagravio también para nosotros: rioplatenses, andinos, altoperuanos, orientales, argentinos, chilenos, peruanos, uruguayos, bolivianos, paraguayos, en fin: americanos de la mitad para abajo.

San Martín rejuvenecido con inteligencia artificial

Y es que claro, a San Martín, al cholo de “mano negra”, al medio indio hijo de Rosa Guarú, al conspirador masónico, al renegado antiporteño, al proteccionista y expropiador de mano firme, al generalote ilustrado, al saltador de fronteras y al ladrón de ejércitos, al asceta y moralista dotado de una rectitud ligeramente sobrehumana, no podían llegarle los responsos allá tan lejos, del otro lado de la sal y el agua. Era preciso juntar el humus con el humus para terminar de repatriar al desterrado cuyos restos mortales habían arribado al país recién hacia 1880, en un clima de frialdad oligárquica y contenido fervor popular. Su inevitable anfitrión fue por ese entonces el sepulturero histórico Domingo Faustino Sarmiento, quien recibió sus restos mortales en el Muelle de las Catalinas. Pero Sarmiento debió enfatizar que el “verdadero héroe civil” de la República era Bernardino Rivadavia, prestatario irresponsable, americano desidioso y agente de la política británica en el Río de la Plata.

Pese a su prolongado exilio y su muerte lejana, aún levantaba polvaredas de polémica el finado General del Ejército Libertador, Gobernador de Cuyo y Protector del Perú. Y es que lo que la burguesía comercial porteña nunca pudo perdonarle a San Martín fue precisamente aquel otro viaje prohibido, cuando negándose a prestar auxilio en las rencillas domésticas de la política chiquita, y refractario a reprimir con sus huestes a las montoneras de los caudillos populares, decidió proseguir por su cuenta la campaña militar para libertar al Perú, aniquilar el último bastión del poder godo y proyectar la unidad posible y deseable de la gran nación latinoamericana. Se trataba, en sus palabras, de “formar una ‘nación de repúblicas’ [dado que] La imaginación no puede concebir sin pasmo la magnitud de un coloso que, semejante a Júpiter de Homero, hará temblar la tierra de una ojeada. ¿Quién resistirá a la América reunida de corazón, sumisa a una Ley y guiada por la antorcha de la libertad?”

Muchos otros han narrado ésta y otras de sus gestas, y poco podríamos agregar nosotros, salvo apenas un énfasis. Por un lado, la dignidad en harapos de quién cumplió la máxima de todos los revolucionarios: todo por los otros, nada para nosotros. Ni un cobre para roer, ni una olla para rascar, ni un bálsamo para el tuberculoso, el asmático, el gotoso. Apenas mate con galleta en los despertares sin sol en campo abierto. Darse, darse y darse. Y al final de todo, en aquel encuentro histórico con Simón Bolívar en la ciudad de Guayaquil, la última renuncia del que entra a la soledad sin siquiera mendigarle una gloria al porvenir, ni mucho menos una pensión o un cargo público.

San Martín, el ultra-prócer, el cartón para recortar, el póster desteñido, el cautivo del Billiken, el mil veces caracterizado en los actos escolares, la espada de madera que nos fabricaron nuestros padres, las hombreras demasiado grandes, el bicornio ridículo que una maestra nos puso sobre la testa, fue en realidad un anti-prócer. San Martín, tan inalcanzable para los mitólogos como para los refutadores de mitos. Un héroe precario, más grande -por más humano- postrado en la camilla que arriba del caballo. San Martín: un roto entero. Pero algo salió muy mal para que en algún momento lograran convencernos de que su legado tenía más que ver con los oligarcas que “con nuestros paisanos los indios”, con los designios de Buenos Aires que con las aspiraciones de la Patria Grande, con los dictadores que con los montoneros de todo tiempo histórico, con la Campaña del Desierto que con el sitio del Callao, con las aperturas neoliberales que con la soberanía y el buen gobierno.


También a Cafrune, como a San Martín, le hicieron pagar caro un viaje que no tenía la rúbrica del poder de turno. Y lo pagó con el canto y con la vida, y es que no se conoce mayor precio. En un confuso accidente una camioneta lo embistió en Benavídez, a escasos 40 km de la Capital Federal, aún muy lejos de Yapeyú y sus pindó incombustibles. El conductor huyó dejándolo desahuciado en el piso, sólo. Pensar en esa escena trae a la memoria uno de los cuentos imbatibles de la literatura argentina: “El hombre muerto”, de Horacio Quiroga. El facón en el vientre, o las costillas en el pulmón. La misma punción. La misma espera. La misma soledad pavorosa del que se desangra.

Las conjeturas son numerosas y las más probables apuntan a la Gendarmería y la Triple A. Es conocido el hecho de que el mismísimo López Rega definió a Cafrune como un tipo que, empuñando una guitarra, era más peligroso que un ejército bien armado. Paradojas de la historia: un milico (policía para ser más preciso) dando una lección no militar en tiempos de desvíos militaristas. También es sabido que sus discos fueron prohibidos por la dictadura y que Radio Nacional de Córdoba conservaba los ejemplares tachados y claveteados, como si el mismísimo “Brujo” los hubiera utilizado para sus malos hechizos.

Aún hoy puede verse el cofrecito de Cafrune, que es también el cofrecito de San Martín, en la ex Guarnición de Granaderos en Yapeyú. Simple y despojado como la tierra, como el cantor y como el anti-prócer. Llegó, no importa llevado por qué manos conocidas o anónimas. Está entre pistolones, mapas, uniformes y otras baratijas significativas para patriotas y nostálgicos, que tal vez sean dos formas de nombrar la misma cosa.

El sobrero de Cafrune y su cofre con tierra en Yapeyú. Foto del autor.


Decía aquel, sobre su voluntad empecinada y sus viajes prohibidos: “si no puedo tomar las mulas que necesito me voy a pie (…) El tiempo me falta para todo, el dinero ídem, la salud mala, pero así vamos tirando hasta la tremenda.” No, no es Cafrune el cantor. Es San Martín, el anti-prócer, con su vena poética y su secular fatalismo. Palabras, sin embargo, tan parecidas a aquellas otras del Orejano: “Yo sé que, en el pago, me tienen idea / Porque a los que mandan, no les cabresteo / Porque despreciando las huellas ajenas / Sé abrirme camino pa’l ir donde quiero.” Frases intercambiables, simétricas, de dos auténticos “galopiadores contra el viento”.

Decían entonces que un zurdo no puede mancillar la tierra de San Martín. Mancillar, curiosa etimología: acto de manchar el honor o la fama, de estropear un linaje o una genealogía. Y es que lo que la derecha no entendió (y a veces tampoco la izquierda) es que San Martín fue un zurdo de esta tierra, claro que a su tiempo y a su usanza. Y por ende nada es más natural que el que nosotros seamos sanmartinianos rabiosos. Precisamente aquí, en donde antes de ser jirones de naciones supimos ser provincias de una patria más vasta, y en donde el primer patriotismo fue a su vez un internacionalismo. Aquí, en América, en este continente de aventuras y viajes prohibidos, que, al decir del poeta, “a los aventureros se los traga”.

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