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Bitácora Internacionalista: Los polacos negros y una patria impensada

PorLautaro Rivara

Oct 3, 2020

Por @LautaroRivara

En el año 1802 la Legión Polaca fue enviada por Napoleón a sofocar la revolución que tenía lugar en la rica colonia caribeña de Saint-Domingue. Allí, los polacos cambiaron de bando y también de piel. Esta es la historia de “los blancos negros” que conquistaron una patria que no era la que imaginaban.

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Entre los arquetipos históricos de internacionalistas, encontramos uno particularmente contradictorio y complejo. Se trata del renegado, el desertor, el traidor o el converso. Cada quién le adjudicará un calificativo según sus propias convicciones. En la historia larga de las políticas coloniales no han faltado los sujetos o los colectivos a los que, encomendada una tarea colonial -la invasión, la guerra, la violación, el pillaje- han dado un vuelco humanizador, simpatizando con sus víctimas probables y mordiendo con ellas la mano del victimario. 

El caso que nos ocupa tiene que ver con Haití y con Polonia, con las dos márgenes de un ancho océano sin puentes. De un lado Haití, que hacia fines del siglo XVIII no era Haití sino Saint-Domingue, la más fabulosamente rica colonia azucarera de la Francia napoleónica. Una isla enclavada en un archipiélago enemigo, repleto de piratas, corsarios, inquisidores, arcabuceros, espías y negreros. La estación más avanzada, en suma, de la “civilización” que traían consigo las potencias coloniales que concurrían en el universo caribeño. Del otro lado Polonia, una “isla” a su modo, presa entre el Mar Báltico y un océano de tierra, despedazada por las sucesivas reparticiones a cuenta de Austria, Prusia y Rusia, la última en 1795. El que supo ser el mayor territorio europeo, reducido apenas a una estrecha franja de tierra, centro de acopio y teatro de operaciones para las potencias europeas y su interminable guerra de rapiña. Haití y Polonia, Polonia y Haití. En el Caribe y en Europa, los últimos orejones del tarro de un mundo belicoso, incomprensible y hostil.

Los “repartos” de Polonia hacia fines del siglo XVIII.

No está del todo claro qué fue lo que llevó a la Legión Polaca a Haití. Mientras algunos afirman que los polacos fueron capturados y obligados a luchar a la fuerza en una guerra colonial ajena, otros aducen que sus jefes suscribieron un pacto con Napoleón Bonaparte para hacer causa común contra la Rusia de los zares. Se suponía que, como recompensa por su participación en la guerra, el monarca de media Europa rehabilitaría la deshilachada nación polaca. La violenta paradoja asumida era entonces la de aplastar a una patria en ciernes para reconquistar la propia.

El contexto estaba marcado entonces por el recrudecimiento de la rebelión de esclavos que había comenzado al norte de la isla en el año 1791, tomando para ese entonces la dimensión de una revolución radical, no sólo isleña, sino también caribeña. Sus principales impulsores habían sido un tal Boukman -literalmente, el hombre de los libros-, un ex esclavo autodidacta que, nacido en Jamaica, había saltado de una Antilla a otra; y Cécile Fatiman, una sacerdotisa de la religión vudú, hija de una esclava africana y un francés blanco de la isla de Córcega. Ambos, Boukman y Fatiman, tenían gran predicamento entre los esclavos, tanto los criollos como los recién llegados -llamados bozales- obligados todos ellos a trabajar en las ricas plantaciones azucareras y cafetaleras del norte. La consigna de la rebelión era clara, y había sido acuñada en la lengua anticolonial refundida al calor de la dura vida de las plantaciones y en los pueblos móviles que construían los cimarrones fugados: koupe tèt, boule kay. “Cortar cabezas y quemar casas”. Pocos días después del congreso clandestino de Bois Caïman, 1.800 plantaciones habían sido arrasadas y 1.000 colonos esclavistas habían sido ajusticiados. Saint-Domingue, “la Perla de las Antillas” como era conocida, era ahora un hervidero infernal.

Esto sucedía apenas dos años después de que una no tan universal Revolución Francesa dejará en claro que aquello de “libres, iguales y fraternos” no regía para los esclavos, los negros, las mujeres y los colonizados de ultramar en general. Eran más bien aquellos otros principios -no tan publicitados- como los de “seguridad” y “propiedad” el verdadero credo de la Francia colonial, y en particular el de la burguesía acantonada en el poder. 

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Representación del Congreso de Bois Caḯman (Bwa Kayman).

Lo que sí sabemos es que en junio de 1802 unos 2.270 soldados polacos llegaron a Cabo Francés, la histórica capital colonial de Saint-Domingue, mientras que en septiembre hicieron lo propio otros 2.500 que arribaron a Puerto Republicano, el actual Puerto Príncipe. Los polacos, junto con algunos alemanes y suizos, acabaron siendo una fracción nada despreciable de la fuerza expedicionaria enviada por Napoleón para sofocar la rebelión. La expedición, al mando de su cuñado el General Charles-Victoire-Emmanuel Leclerc, era colosal: 35 navíos de línea, 21 fragatas y un ejército de 33 mil hombres. El objetivo era restaurar el orden colonial, masacrar a los insurrectos y, sobre todo, restablecer la esclavitud. Otra expedición gemela de aquella acabó por aplastar la revolución que se desarrollaba por ese entonces en la vecina isla de Guadalupe. 

La actuación de la Legión Polaca, en un principio, estuvo lejos de ser heroica. En octubre de aquel mismo año, polacos del Segundo Batallón de San Marcos masacraron a más de 400 combatientes desarmados del auto-denominado Ejército Indígena. Curiosidades de la historia, los jefes militares locales habían bautizado así a su ejército en honor de los indígenas acaudillados por Tupac Amaru II en la rebelión que sacudió a toda la región andina del continente. A partir de entonces “indígena” vendría a significar muchas cosas en el país, siempre connotadamente positivas: nacional, autóctono, criollo y también patriota. Los polacos que a hierro mataban también a hierro morían. Pero también caían por la acción de las fiebres del trópico, tan eficaces como las bayonetas caladas de los negros. Caían sobre los paisajes inimaginados de una tierra ardiente, víctimas de fiebres que no conocían, mirando la brasa incandescente de un sol que no alcanzaban a entender por qué, en aquel tiempo inmóvil que va de enero a enero, nunca se apaga. Algunos hasta llegaron a intuir no sólo la humanidad, sino también la justicia de estos insurrectos, cuyo mando estaba ahora a cargo del más resuelto de todos ellos: el General en Jefe Jean-Jacques Dessalines. El general polaco Ludwik Mateusz Dembowski, ascendido a comandante por el Conde de Rochambeau, general de las huestes francesas, escribirá por ese entonces: “Tuve ocasión de conocer al jefe de los insurgentes [Dessalines], habiendo sido tomado como rehén por 24 horas. Pese al gran salvajismo que manifiestan en general, me acogieron bien, y pese a la gran ignorancia que en ellos suponemos, razonan a su manera y con justicia”.

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Museo del Panteón Nacional (MUPANAH), Puerto Príncipe, Haití.

Pero el monopolio del salvajismo corría a cuenta de los franceses. La Legión Polaca fue testigo de la barbarie metropolitana y de las formas más diversas de envilecer la criatura humana, desde los artilugios medievales hasta los nuevos métodos científicos de asesinato y tortura: las hogueras con pólvora, los perros de caza, los bozales de peltre, las violaciones en masa, las cabezas empaladas, los niños menores de 12 años metidos en sacos y arrojados al mar. Y la técnica preferida de Napoleón, las “sofocaciones”, por las que los negros eran apresados y metidos en las bodegas de barcos que eran gaseadas con sulfuros. No casualmente Hitler, tras conquistar Francia, rendiría tributos en junio de 1940 a la tumba de Bonaparte, ubicada en la Capilla de Los Inválidos en París. 

Diezmados por la enfermedad y la guerra, sentenciados a morir en medio de aquella realidad incomprensible y ya seguros de que Bonaparte no cumpliría con su promesa, los polacos comenzaron a desertar en masa. Al fin y al cabo polacos y haitianos luchaban por lo mismo: por la libertad bien entendida, por un pedazo de tierra para trabajar y por un lugar donde enterrar a sus muertos. Ni más ni menos que eso que llamamos patria. La fecha decisiva de ese vuelco histórico sería el 18 de noviembre de 1803, en la Batalla de Vertierès, la cual sellaría el destino de la Revolución Haitiana y abriría las puertas a la libertad y la abolición de la esclavitud en todo el continente. Al respecto diría Dessalines: “Le hemos dado a estos verdaderos caníbales guerra por guerra, crimen por crimen, indignación por indignación. Si, he salvado a mi país, he vengado a América”. 

La batalla en el fuerte de Vertierès duró 11 largas horas. Desde la primera mañana 120 soldados polacos se sumaron a las fuerzas revolucionarias que asediaban el fuerte, la última posición estratégica de los franceses. Allí, como en el poema de Nicolás Guillén, se unieron todas las manos, las manos blancas y las manos negras, pero no para hacer una muralla, sino para derribarla. Allí Capois-La-Mort, el héroe militar de la jornada, avanzó con el Ejército Indígena para conquistar la colina situada a pocos kilómetros de la capital colonial. No se detuvo ni cuando una bala de cañón derribó a su caballo, ni cuando un disparo se llevó consigo su sombrero emplumado. Tras el combate, el general francés, maravillado por el valor de las tropas indígenas, envío una misiva: “El Capitán General Rochambeau ofrece este caballo como muestra de admiración por el Aquiles Negro en sustitución del que el ejército francés lamenta haber matado”.

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Batalla de Vertières, 18 de noviembre de 1803.

El acontecimiento más importante, ciertamente inédito, no era el que un ejército de esclavos y cimarrones mal armados y peor alimentados hubieran derrotado al ejército más poderoso y experimentado del planeta, invicto en las contiendas europeas. Lo realmente extraordinario era que por primera vez los condenados de la tierra, tratados como bestias, esclavizados y uncidos al yugo de la infernal plantación, arrancaban al colonizador el reconocimiento de su humanidad plena. Y lo hacían, por supuesto, a través de una violencia fundante y liberadora.

La herida narcisista para Francia y para todo el Occidente sería tal, que a pedido de Napoléon el nombre de Vertierès quedaría literalmente prohibido en los textos de historia, siendo extirpado de la memoria traumatizada de los europeos. Aún hoy no hay en el “viejo continente” quién no conozca la Batalla de Waterloo, pero casi todo el mundo ignora que 12 años de ser derrotado en Europa, Napoleón había mordido ya el polvo de Vertierès. Ese día los franceses perdieron no sólo la joya más importante de su imperio colonial, sino que el acontecimiento los llevaría más adelante a vender también el territorio de la Luisiana, temerosos de que estallara una revolución “a la haitiana” al norte del continente. 

Dessalines, estigmatizado por la historiografía liberal-colonial con un bárbaro y un sanguinario, haría suya la sentencia que rezaba que “vencer es perdonar” mucho antes de que José Martí la formulara. Concluida la guerra revolucionaria, la Constitución Imperial del 20 de Mayo de 1805, ética, política y filosóficamente mucho más avanzada que aquella de los jacobinos franceses, prohibiría en su Artículo 12 que los blancos y que cualquier nación extranjera pusiese un pie en el país “con el título de amo o de propietario”. Pero el artículo siguiente exceptuaría de la medida a las mujeres blancas naturalizadas por el gobierno, a sus hijos nacidos o por nacer, y también a los polacos y alemanes. La contradicción era sólo aparente: la prohibición a los blancos seguiría vigente hasta la ocupación norteamericana de 1915-1934, pero los polacos aquellos serían considerados, a partir de ese momento, como “genéricamente negros” y como plenamente haitianos. O, como los llamara el propio Dessalines, como “los negros blancos de Europa”. Lecciones de la primer y única revolución anti-racista de nuestra historia: todos debieron volverse “negros” en este particular sentido para que el estigma de la piel dejara de tener la más mínima importancia.

A la izquierda, Erzulie Dantor. A la derecha, Nuestra Señora de Częstochowa.

Finalmente serían 400 los polacos alcanzados por la medida, quienes dejarían las armas para convertirse en pacíficos campesinos, dado que además de la nacionalidad, la primera nación independizada de América les concedería tierras para que se dedicasen a la agricultura. Cuando algunos de los polacos solicitaron volver para reencontrarse con sus familias en Europa, Dessalines en persona organizó la operación, la cual fue financiada íntegramente por el Estado haitiano. El plan de repatriación incluía un viaje a bordo de la fragata Tartare, al mando de un comandante inglés llamado Perkins, así como una parada en la isla inglesa de Jamaica. Pero su Gobernador intentó alistar a los veteranos polacos en una nueva guerra colonial, y como estos se rehusaron, los envió de vuelta a Haití. Conminado por los ingleses para expulsar a los polacos, Dessalines fue taxativo: la Constitución prohibía expulsar a los nacionales del país, y este era el caso de los “negros” polacos. Pero, extramuros, el mundo seguía siendo un coto de caza de las potencias coloniales, y la odiosa esclavitud, abolida en Ayiti, aún reinaba en las islas vecinas. Temerosos de ser capturados y esclavizados en algún nuevo intento de retorno -tal era la suerte que acechaba a su nueva condición de “negros”-, la mayoría de los polacos acabarían por asentarse en la isla, principalmente en las regiones del sur y el sudeste del país.

Aún hoy en La Baleine, en Port-Salut, en Fond-des-Blancs, en Saint-Jean-du-Sud o en la villa de Jacmel, junto a la música de raíz caribeña y africana, uno puede sorprenderse escuchando las extrañas reminiscencias de una polca. Peculiar es el caso del pueblo de Cazale, cuyo nombre provendría de la conjunción de la palabra kay –casa en lengua creol- y el apellido Zalewski, común entre los soldados de la Legión Polaca. Aún hoy es común referirse a los habitantes de Cazale, independientemente de su origen, como poloné -polacos-. Aún hoy, del otro lado del mar, puede verse en las casas de la católica y ortodoxa Polonia a una figura curiosa que preside los altares. Es Nuestra Señora de Częstochowa, la adorada advocación nacional de la Virgen María. Una virgen negra en un país orgulloso de su blanquitud presuntamente homogénea. La Virgen de Częstochowa es idéntica a Erzulie Dantor, la figura femenina más importante de la religión vudú. Hay quien dice que en uno de esos azares del destino la virgen polaca viajó en barco hacia estas tierras caribeñas. Seguramente sea cierto, y también lo contrario. 

Haitiano descendiente de los “polacos negros” en el pueblo de Cazale, Haití.

En Europa, mientras tanto, Bonaparte construiría un estado satélite en los territorios polacos que llevaría el nombre de Gran Ducado de Varsovia. Remedo de nación, patria vasalla de vida efímera, el Ducado sería gobernado por Federico Augusto I de Sajonia, un títere de Napoleón subordinado a la razón de estado del Imperio Francés. Paradójicamente, al despuntar de aquel siglo, los únicos polacos libres sobre la faz de la tierra serían los polacos aquellos. Los renegados, los justos, los negros. Los que habían atravesado el océano para luchar por una patria que nunca hubieran podido imaginar. Allí vivieron, en paz, y allí murieron, dejando tras de sí unos niños de piel morena, cabellos oscuros y lisos y ojos eléctricos. Niños y niñas que bailaban polcas al ritmo de un tambor africano y una flauta caribe. Que hablaban un creol extraño que pronunciaban con graves acentos. Y que adoraban a dos vírgenes gemelas, sin poder distinguir cual de ellas era la haitiana y cuál de ellas la polaca. 

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