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Argentina y Venezuela: entre los derechos humanos y la “política tabú”

PorLautaro Rivara

Oct 7, 2020

El día 6 de octubre Argentina votó, junto al Grupo de Lima y tomando distancia de México, una resolución del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (CDH-ONU) que avala el informe de su Alta Comisionada, Michelle Bachelet, en torno a las presuntas violaciones de derechos humanos en Venezuela. En política exterior y para un país latinoamericano, hacer de la agenda de los Estados Unidos la agenda propia es ya la mitad de una derrota. Y utilizar la soberanía de naciones hermanas como un bien transable para negociar nuestros propios compromisos es, además de traicionero, ingenuo. Es como la política del búmeran, la que tarde o temprano se vuelve en contra. A continuación, un recorrido y un análisis de como la política exterior argentina se metió en esta encerrona entre el Grupo de Lima, los Estados Unidos, el intervencionismo humanitario y la política tabú.

El Grupo de Lima, un club ultra-ideologizado

Entre murmullos de disconformidad, el 3 de diciembre de 2019 el anunciado futuro Canciller argentino, Felipe Solá, afirmó que el país permanecería en el Grupo de Lima, una instancia multilateral conformada por varios gobiernos neoliberales de Sudamérica y Centroamérica, pero que cuenta también con la participación de Canadá -sin más vela en ese entierro que ser el portavoz de los Estados Unidos y el interés de sus propias corporaciones mineras-. El cónclave fue robustecido con la incorporación reciente del gobierno de facto de Jeanine Áñez, tras el golpe consumado en Bolivia el 10 de noviembre del año pasado. Y cuenta, desde el primer momento, con el patrocinio del gobierno de Donald Trump, ahora víctima paradojal de coronavirus. En abril de este año el Secretario de Estado de los Estados Unidos Mike Pompeo y el Grupo de Lima volvieron a resaltar sus coincidencias estratégicas en lo concerniente a Venezuela. En primer lugar, el rechazo de las elecciones parlamentarias previstas para este 6 de diciembre, pese a que los partidos tradicionales Copei y Acción Democrática, así como otras fuerzas de oposición, ya han formalizado sus candidaturas. En segundo lugar, la disyuntiva entre el promovido “cambio de régimen” o el endurecimiento de la política de sanciones, bloqueo y guerra económica, con costos superlativos para el pueblo venezolano en un contexto signado por la pandemia.

En aquel momento Felipe Solá manifestó que más allá del asunto Venezuela había que discutir “una cantidad de factores mucho más importantes” y adelantó que la política exterior del país debía ser “des-ideologizada”. Sin embargo, el curso actual de los acontecimientos reafirma lo que ya todo el mucho sospechaba: que la permanencia en el Grupo de Lima implicaría tarde o temprano la contemporización de Argentina -aunque más reticente y moderada- con la muy ideológica agenda anti-venezolana del grupo. Al fin y al cabo, a diferencia de los organismos de integración y cooperación económica como UNASUR, CELAC o el Mercosur, el Grupo de Lima no persigue otro objetivo que la promoción del mentado “cambio de régimen” en la República Bolivariana.

El reverso de la política continuista en el Grupo de Lima fue, desde aquella declaración anticipatoria del actual Canciller, la negativa a revitalizar la UNASUR, cuyo primer Secretario General fue precisamente el ex presidente Néstor Kirchner. Un organismo multilateral y no un “club” ni un “cartel” como el de Lima, el cual supo jugar un destacado papel en al menos tres situaciones decisivas de nuestra historia reciente: cuando en agosto de 2009 Colombia habilitó la utilización expresa de sus bases militares por parte de fuerzas estadounidenses; cuando se dio el intento de golpe policial contra el gobierno de Rafael Correa el 30 de septiembre de 2010; y cuando se produjo el proceso de desestabilización que llevaría al golpe institucional contra Fernando Lugo en Paraguay en junio de 2012. 

Pero Solá dijo aún una tercera cosa: “que el ritmo de las relaciones iniciales con el mundo estará dado por el ritmo de la negociación por el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional”. Es decir que la política desde y hacia el FMI, desde la renegociación de la deuda pre-existente en adelante, determinaría la política exterior, poniendo en grave tensión los principios de autodeterminación, soberanía e integración regional. Además de su propia biografía política, la participación de Solá en el Frente Renovador de Sergio Massa, un convidado asiduo en la Embajada Norteamericana, marcaban ya el ritmo de una política exterior posible.

La “política tabú” y sus efectos

Entonces, al menos tres factores coadyuvaron en la toma de posición de la Cancillería y el Gobierno argentinos. En primer lugar, la permanencia en el Grupo de Lima como un gesto de buena voluntad para con los Estados Unidos y sus prioridades globales, que no son otras que el reaseguro de su control sobre el hemisferio en medio de un proceso de declive de su hegemonía en el Pacífico, Eurasia y Medio Oriente. En segundo lugar, al menos como síntoma, la elección de Felipé Sola y del massismo como actores privilegiados de la política exterior e interlocutores de la Embajada norteamericana y las fuerzas neoliberales en expansión. Y, en tercer lugar, la vuelta al centro de la escena del Fondo Monetario Internacional como en el tiempo de las “relaciones carnales”. Casualmente -o no- el día de la votación coincidió con la visita a la Argentina de la delegación del FMI encabezada por Julie Kozack, con el objetivo de acordar un nuevo programa para refinanciar la deuda de US$ 44.000 millones contraída con el organismo crediticio internacional durante el gobierno de Mauricio Macri.  

Pero hay aún otro fenómeno, quizás más difuso, que explica este giro en la política del gobierno de Alberto Ferández y la Cancillería en relación a Venezuela. Se trata de la imposición y los efectos perniciosos de una verdadera “política tabú” que busca reordenar radicalmente la agenda política y social a tono con la contraofensiva conservadora, y correr así las fronteras de lo posible, lo pensable e incluso lo decible. Se trata de una estrategia reactiva impulsada de forma paciente y meticulosa por las fuerzas más conservadoras y por las grandes corporaciones privadas de la comunicación. La “política tabú” implica al menos dos cosas. En primer lugar, que hay temas de los que no es posible hablar, ni mucho menos sostener como posiciones políticas legítimas, bajo pena de ser linchado mediáticamente y aislado políticamente: por caso la necesidad de una reforma agraria, la expropiación con interés público de empresas quebradas y fraudulentas, o la toma de tierras y la necesidad de una política habitacional que le de respuestas distintas a las policiales. Las acaloradas y sobreactuadas denuncias de “comunismo” a un gobierno, si se nos permite, extremista en su moderación, son más que una deriva paranoide de terraplanistas, liberales ultramontanos y de un -por ahora- inocuo fascismo argentino. No tienen ni la voluntad ni la posibilidad de volverse mayoritarias, pero cumplen una función precisa que va angostando el cerco de lo posible y jalando más y más hacia estribor el timón del Estado y la agenda pública. 

Pero la política tabú no sólo determina lo que no es posible decir, sino también aquello que no es posible no decir, sobre todo en temas claves y álgidos como el de Venezuela. Hablar de aquella nación sudamericana sin condenar enérgica o rutinariamente todos los lugares comunes construidos por los procesos de manipulación semiótica del “periodismo de guerra” aparece de por sí como algo punible. Ya sea que trate de la presunta violación de derechos humanos -sostenida por el Grupo de Lima con o sin informes-, sea el descalabro económico o migratorio que se supone debido a motivos puramente internos, sea el remañido carácter anti-democrático de un “régimen” que, como mencionamos y en común acuerdo con la oposición democrática, ha pautado elecciones que tendrán lugar dentro de pocas semanas, y contarán con veeduría internacional. 

La imposición de la política tabú ha llevado a que uno no pueda hacer una deslumbrante carrera política, incluso progresista, sin verse impulsado a sentar posición una y otra vez sobre la cosa venezolana, a todo momento y por el tema que sea, a riesgo de ser sindicado como cómplice del “régimen”. Eso y no otra cosa explica el reciente yerro de la diputada chilena Camila Vallejos y su ansiedad por condenar a Venezuela incluso antes que sus enemigos declarados. Pero no hay en cambio ninguna compulsión a sentar posición en torno a, por ejemplo, la masacre número 66 cometida en Colombia por el gobierno uribista de Iván Duque en lo que va del año, aunque el número pueda estar ya trágicamente desactualizado al momento de publicar esta nota. O en relación, por ejemplo, a los crímenes raciales, el encarcelamiento masivo o la desciudadanización creciente de las poblaciones negras, latinas y migrantes en unos Estados Unidos en estado de rebelión permanente desde el asesinato del afronortemaericano George Floyd el 25 de mayo. O el ecocidio intencional perpetrado por Jair Mesías Bolsonaro y los fazendeiros en la Amazonía, además del genocidio contra sus pueblos indígenas. 

Ni hablar ya de temas aparentemente demodés como la existencia de una cárcel como la de la Base de Guantánamo en territorio ocupado de Cuba, un centro de detención y tortura a cargo de tribunales militares fuera de la jurisdicción de la mismísima Michelle Bachelet y la ONU. O la situación de Julian Assange, que tras ser apresado en la Embajada de Ecuador en Reino Unido con la venia de Lenin Moreno, ha sido privado de sus derechos humanos y procesales más elementales y afronta una extradición y una sentencia probable de 175 años de cárcel en los Estados Unidos. O que decir del gobierno de Mario Abdó Benítez en Paraguay, quién debe responder aún por el asesinato de dos niñas argentinas en Yby Yaú tras anunciar un “operativo exitoso” que había “abatido” a dos “guerrilleras” (¡). O de la continuidad manifiesta de la política represiva de Sebastián Piñera en pleno contexto electoral, cuando un joven fue arrojado desde un puente hacia el lecho de un río seco por un oficial de Carabineros. Los mismos que dejaron un tendal de víctimas desde octubre pasado, entre asesinatos, violaciones y disparos de perdigones dirigidos a los ojos de los manifestantes. La enumeración podrá parecer fatigosa, pero es necesario señalar que son estos y no otros los gobiernos humanitaristas del Grupo de Lima con los que no es posible hacer causa común, ni en esta materia, ni en ninguna otra. 

En lo que a la política exterior argentina respecta, no es posible soslayar el doble rasero de la preocupación humanitaria mostrada por Cancillería y Gobierno. Mientras que Venezuela resulta inculpada y aislada con este apoyo explícito a la estrategia del Grupo de Lima, la primera visita oficial realizada por el presidente Alberto Fernández -junto con su Canciller- fue ni más ni menos que al estado de Israel. En su viaje del jueves 23 de enero el mandatario visitó un país condenado sistemáticamente por las propias Naciones Unidas -y en virtual desacato- por su política colonial y por la violación flagrante de los derechos humanos del pueblo palestino –la más reciente condena fue este 26 de febrero-.

¿Derechos humanos o intervencionismo humanitario?

Sin entrar en un análisis pormenorizado del informe mencionado, cabe al menos destacar algunas de sus debilidades e inconsistencias. Las más importantes, señaladas por diversos analistas y refutadas en parte por el contra-informe presentado por la propia Venezuela, son las siguientes:

  • El uso privilegiado de redes sociales y medios digitales como fuentes de información para “probar” los casos en investigación. En este caso la parcialidad de la muestra contamina el resultado, dado que los medios privilegiados son reconocidos medios opositores y proclives a la estrategia de “cambio de régimen”: Infobae de Argentina, El Nacional de Venezuela, el Diario Las Américas y EVTV Miami de los Estados Unidos, NTN24 de Colombia, etc.
  • El escaso recurso a testimonios de testigos y familiares, del orden de un 11,10% del total de las fuentes utilizadas, así como de víctimas directas (3,48%), ONGs (5,17%, aún cuando las hay opositoras y en grado sumo) o de partidos políticos (apenas un 0,28%).
  • La nula atención prestada al propio accionar del Estado venezolano a la hora de detectar, sancionar y eventualmente encarcelar a los oficiales de las fuerzas de seguridad responsables de violaciones de derechos humanos. Elemento de importancia cardinal, ya que el eje de la denuncia no es sólo la comisión o no de violaciones de derechos humanos aisladas, sino el debate en torno a si ésta es o no una práctica sistemática avalada, estimulada y encubierta por el Estado e imputable al Gobierno.

Poner en debate la neutralidad aparente de estos informes es de la mayor importancia, más aún cuando hemos constatado en fechas recientes la utilización de estos documentos para abonar al terreno a estrategias de intervención y golpes de estado en la región. Es importante recordar el informe de la OEA que supuestamente corroboraba un presunto fraude del MAS en las elecciones en Bolivia, el cual cumplió un papel inestimable en la escalada golpista que condujo al posterior golpe de Estado que derrocó a Evo Morales. Aunque el informe fue señalado como inconcluyente, tendencioso y metodológicamente amañado por diversos observadores y organismos, cumplió su papel a cabalidad cuando fue presentado, en forma adelantada, el 10 de noviembre pasado. 

En las últimas horas ha sido muy citada la famosa “Doctrina Drago”, anunciada en 1902 por el entonces Ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Luis María Drago, pero inspirada en las ideas de Carlos Calvo. Esta proponía tres elementos: la defensa irrestricta de la soberanía de las naciones latinoamericanas, la negativa a la intervención armada para el cobro de deudas públicas, y el recurso a la mediación, el arbitraje y los tribunales internacionales para dirimir una disputa. El recuerdo tiene que ver no solo con su vigencia, sino también con que ésta se originó, precisamente, en un contexto en el que Alemania, Gran Bretaña e Italia impusieron un bloqueo naval a Venezuela bastante parecido al que vemos en la actualidad. 

Si en tiempos de la Doctrina Drago la morosidad de las naciones latinoamericanas asfixiadas por deudas públicas era un motivo frecuente de intervención (recordemos también el caso del México de Benito Juárez en 1861 o de Haití en 1915), en el siglo XXI la injerencia recurre a otros argumentos, acaso más complejos y sofisticados, lo que nos obliga a recalibrar los instrumentos de análisis. En particular, desde la post Guerra Fría y la construcción de un mundo unipolar hegemonizado por los Estados Unidos, los derechos humanos se han vuelto el centro de la narrativa intervencionista. El “combate a las drogas”, el “combate al terrorismo” y la “guerra preventiva” han orbitado, en general, en torno al monopolio de los derechos humanos como un bien inmanente de los países occidentales. Esto vale para Venezuela, Nicaragua o Cuba en nuestra región, pero también para Irán o Libia al otro lado del mundo. 

En particular, la jurisprudencia internacional se ha ido desplazando peligrosamente desde los principios de soberanía y autodeterminación -pilares del orden internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial- hacia paradigmas como los del “intervencionismo humanitario”, “la responsabilidad de proteger” o sus variantes regionales como el principio de “no indiferencia”. A nivel de las Naciones Unidas esto se expresa en la utilización discrecional del Artículo VII de su carta fundacional que prevé “la imposición de la paz” por la fuerza -sea a través de presión diplomática, sanciones o “misiones de paz”- en desmedro del Artículo VI que, en sintonía con la Doctrina Drago, privilegia la mediación y una serie de mecanismos de arbitraje para el “arreglo pacífico de controversias”. 

La preocupación por los derechos humanos y los derechos civiles, necesaria y legítima, no puede ser desvinculada ingenuamente de los procesos de intervención e injerencia. Más aún cuando estas narrativas son monopolizadas por gobiernos que no parecen tener la misma preocupación de garantizar estos derechos a sus propias poblaciones. Al respecto ya mencionamos el caso del golpe en Bolivia, pero es importante recordar también que en febrero del año 2019 una inmensa operación fue puesta en marcha desde la frontera colombiana para penetrar por la fuerza en territorio venezolano. Operación que se proponía derrocar al gobierno de Nicolás Maduro y consolidar el ansiado cambio de régimen. La argucia, entonces, fue la presunta introducción de ayuda humanitaria que, como se comprobó más tarde, consistió en camiones cargados de basura y elementos para las llamadas “guarimbas”, y no de las medicinas y alimentos prometidos por el diputado Juan Guaidó y las figuras más prominentes del Grupo de Lima que se movilizaron hasta la frontera. 

La política del búmeran vs. la Doctrina Fierro

Los discursos suscritos por Vargas Llosa, Mauricio Macri y otros personeros en torno a las “infectaduras”, el “uso ilegal del terror sanitario” y la presunta coacción, en fin, de los derechos civiles por las medidas de aislamiento social y de gestión estatal de la pandemia, evidencian que no sólo países como Venezuela, Nicaragua o Cuba son pasibles de ser manipulados, sancionados, bloqueados e incluso ocupados bajo la excusa humanitarista. Lo que es un peligro presente para esos países, podría volverse un riesgo para el nuestro en un plazo más breve del que imaginamos. Si nos podíamos permitir algún margen de credulidad en torno a los peligros de la injerencia en un país del peso regional específico que tiene la Argentina, lo sucedido en Bolivia, en uno de los gobiernos más estables y en una de las economías más pujantes de la región, debe acabar de espabilarnos. 

La posición argentina, a remolque de nuestra participación inexplicable en un club de lobbistas pro-norteamericanos como lo es el Grupo de Lima, contraría no sólo a quienes creemos en la posibilidad de practicar una política exterior soberana y latinoamericanista. Agravia incluso la propia plataforma política y electoral del Frente de Todos, así como a una base social que tiene, a diferencia de la de Juntos por el Cambio, una opinión sumamente refractaria a la política exterior de los Estados Unidos -lo que no implica ni precisa, sobre todo en la era Trump, que todos sean inveterados anti-imperialistas-. Un gobierno que si bien no prometió -y pocos esperaban- una “segunda ola” progresista e integracionista de horizontes radicales, al menos expresó en campaña la necesidad de trazar un tímido eje defensivo entre los cada vez más solitarios progresismos de México y Argentina. También por ello hubiera sido importante emular el ejemplo del gobierno mexicano que, incontaminado de “castro-chavismo”, tuvo una postura de abstención a la espera del nuevo escenario post electoral venezolano. Posición que no por abstencionista fue aislacionista, dado que cosechó 22 votos, la misma cantidad de países que apoyaron el mentado informe. Postura incluso más moderada que la que supo sostener la propia Argentina a través de su embajador ante la OEA, Carlos Raimundi, cuando este señaló que el gobierno de Nicolás Madura sufría “un fuerte asedio de intervencionismo” y que cualquier interpretación sobre lo acontecido allí resultaba sesgada. 

Es evidente a estas alturas que el gobierno argentino no va a ser un aliado estrecho de Venezuela y Cuba como en los tiempos cálidos de la “primavera latinoamericana”. Pero al menos puede, aún en este crudo invierno, resultar equidistante entre los desplantes de la administración Trump y las campañas contra pueblos sometidos a procesos avanzados de guerra híbrida. La alianza Fernández-López Obrador, si ya era deletérea antes, acaba de difuminarse aún más con esta posición divergente en la CDH-ONU. El reaseguro más confiable de la defensa de la propia soberanía en estos tiempos de agitación de los elementos fascistas larvados en el “medio pelo” argentino, no es la búsqueda de un equilibrio imposible entre la geopolítica imperial de los Estados Unidos y las asediadas repúblicas latinoamericanas. No hay política de buena vecindad posible para con el vecino más hostil y violento que se conozca en nuestra historia hemisférica y mundial.

En una situación de reflujo como ésta, y en un momento en que el establishment norteamericano y las fuerzas neoliberales de la región han decidido romper su propia legalidad para mantener el statu quo a toda costa, el punto focal de las fuerzas progresistas y de izquierda debe ser el sostenimiento del principio de soberanía y no intervención, sin medias tintas ni concesiones. Y también el derecho a desarrollar procesos electorales que, pese a los reveses y vacilaciones, aún siguen ofreciendo el favor popular a las fuerzas progresistas y de izquierda. Elecciones que para el caso venezolano siguen siendo la única vía de salida a la crisis y el único modo de garantizar los derechos humanos que de seguro ni las sanciones, ni las ocupaciones, ni los golpes de Estado, han de garantizar. Así nos lo enseña, en particular en nuestro país, la tradición del movimiento de derechos humanos de nuestras Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, tradición forjada precisamente bajo la férula de regímenes de facto. Urge entonces no sólo la defensa y actualización de la Doctrina Drago sino también la del Gaucho Fierro, aún más antigua. Aquella que invitaba a la unidad de los hermanos frente a los depredadores comunes de adentro y de afuera.  

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