Por: Andrés Cuadro (@butifarraloca)
Elizabeth Lira Kornfeld
Desde tiempos ancestrales, en América Latina la opresión, la violencia represiva y el miedo han sido experiencias comunes a los indígenas, los campesinos, los mineros y los pobres.
Desde la fundación republicana, nuestro país ha sido disputa de bandos políticos opuestos, de ideologías disparejas y de pensamientos antagónicos. Se puede decir que desde el nacimiento de la nación colombiana la participación política siempre ha estado en el debate y en el quehacer público de los ciudadanos, lo cual ha originado una serie de enfrentamientos que van desde la lucha de las ideas hasta llegar al extremo de la lucha armada.
La participación política pues, se convierte en el mecanismo permitido para que los ciudadanos, campesinos, indígenas, obreros, estudiantes y demás sectores que componen la gran nación colombiana puedan expresar y exigir a los gobiernos de turno, la garantía o realización de algún derecho adquirido constitucional o legalmente. Entendemos pues, que nuestro sistema democrático, el cual ha sido delimitado en nuestra Constitución Nacional, dictamina la manera en cómo participamos en las dinámicas que nos permiten elegir a nuestros gobernantes; esta forma de participación política la definen Rodrigo Losada y Eduardo Vélez Bustillo en su texto ¿Quiénes participan en política en Colombia, cómo y por qué? de la siguiente manera: el objeto de la participación política es doble: influir en la selección de los gobernantes e influir en las decisiones que éstos toman (1).
Ahora bien, esa influencia en la selección y en las decisiones de los gobernantes, está también atravesada por lo que los gobernantes quieren o dejen hacer en el escenario político. Se vuelve pues, una “guerra política de voluntades” en nuestro país, el asunto de participar en las decisiones de los gobernantes, porque evidentemente existen intereses económicos de por medio.
Habiendo definido ya un poco la participación política en términos prácticos, vamos a continuar con la reflexión sobre la relación que existe entre los niveles de violencia política y los niveles de participación política a nivel histórico en Colombia, para luego ir de igual forma haciendo contacto con las implicaciones psicosocioculturales y políticas.
Es evidente que:
«Íntimamente ligada al desarrollo económico y político de Colombia, aparece la guerra, como la forma utilizada históricamente para zanjar diferencias políticas, religiosas, económicas. Desde hace cerca de 200 años la vida nacional ha estado signada por múltiples guerras, que han ido configurando un ethos de solución violenta de los conflictos(2)«.
Por esto, la participación política, como decíamos, se convierte en un escenario de guerra que evidentemente trae sus implicaciones psicológicas, en quienes padecen de sus efectos o quieren participar en ella. El dominio del poder político, esto quiere decir, el control de las instituciones públicas y por ende de los ingentes recursos que estas manejan, se convierte en un negocio bajo el sistema capitalista neoliberal, donde se accede a él bajo la violencia política; se olvidan los fines fundacionales de la república y el espíritu original del Estado, para convertirlo en una empresa vulgar más del común.
El ethos de solución violenta que habla Lira se ha extendido por toda la historia y el territorio político del país, para añadirse a la praxis social y política de muchos sectores. Recordemos la época del bipartidismo, donde liberales y conservadores libraron una guerra descomunal, donde se vio un despliegue irracional de violencia, cegado por intereses e ideologías políticas contrarias (unos rojos, los otros azules), las cuales fueron calando en el quehacer psicosocial de quienes en su momento participaron o querían participar en política.
Un bando quería manejar al país, bajo su ego y sus ideas; el otro, también de la misma forma. Ese pensamiento híbrido siguió siendo la constante a medida que el país se desarrollaba y, por ende, las necesidades del pueblo profundo. Quienes se pensaban y exigían al gobierno para que tomara decisiones que los incluyera (indígenas, campesinos, obreros, estudiantes), por ejemplo, en programas de bienestar o de ayuda, eran tomados como enemigos del sistema político, eran llamados “subversivos” y eran combatidos hasta el extremo de llegar al uso de las armas. Lo cual configuró una respuesta simétrica. Grupos armados ahora entran a disputar el poder político y la participación en la misma.
Nacen así las guerrillas campesinas que luego serían guerrillas marxistas comunistas. Nacen del clamor de los campesinos de tener vías adecuadas para el transporte de sus alimentos, los cuales prácticamente se dañaban en los campos (esto, en términos concretos, es participación política: influir en los dirigentes del país para que actúen de una forma en concreto). La clase dominante, que hasta entonces estaba divorciada por el bipartidismo, se reconcilió y unificó para oponerse al fantasma del comunismo; con la rehabilitación, asume el modelo capitalista de desarrollo vinculado a los grandes capitales de las multinacionales y a sus exigencias políticas (3).
Los grandes capitales relacionados con la clase dominante son los que en últimas dictaminan la forma en cómo se hace política en nuestro país. Los grandes recursos naturales y demás fuentes de riqueza nacionales, sólo se pueden controlar y explotar llegando al poder político, entendido este como el manejo de las instituciones públicas que aprueban o desaprueban estas acciones. Es por eso que las comunidades históricamente excluidas empiezan a interesarse más por la participación política, puesto que era evidente que la clase dominante, no quería nada con ellos.
Por esos mismos tiempos,
«En la década del 50 hicieron su aparición las primeras medidas de participación política, que extendían el concepto más allá del acto de votar. Por ejemplo, en 1954, se habló de tres niveles de participación política: uno alto, que incluía votar y desarrollar otras actividades como ir a manifestaciones políticas, contribuir económicamente a un partido político y/o trabajar en alguna forma por un partido; un nivel medio consistente en el sólo ejercicio del sufragio y un nivel bajo, compuesto por las actividades políticas recién mencionadas, pero sin el acto de votar» (4).
Estos niveles de participación política eran combatidos por el establecimiento en una especie de guerra sucia, donde cualquiera que pensara diferente a los dirigentes e ideales nacionales “oficiales”, era considerado un peligroso elemento, a partir del miedo y del egoísmo político.
Sin embargo:
«El terror de la violencia [política] quedó flotando, en una especie de inconsciente colectivo, y ha sido utilizado por los diferentes actores en conflicto, pero es vinculado cada vez más a una estrategia estatal militar y paraestatal (autodefensas, paramilitares o sicarios), especialmente a partir de la década de los 80, con la modalidad de la guerra sucia» (5).
En nuestro país, la existencia de una amenaza política permanente produjo una respuesta de miedo crónico, la cual genera un tipo de violencia invisible muy difícil de eludir o evitar, ya que son las propias estructuras psíquicas de los sujetos las que los hacen vulnerables (6).
A finales de la década del 50 y comienzos del 60, se realizó en nuestro país, un estudio para demostrar la incidencia de los factores psicológicos en la participación electoral; por ese momento se creía que las personas actuaban conforme a su edad y a su estado marital principalmente; pero el estudio arrojó que las personas participaban en política de acuerdo con las percepciones, sentimientos y pareceres que una persona tiene del medio ambiente que le circunda (7); las percepciones y los sentimientos que los colombianos en general tenemos sobre la participación política, producto de la guerra despiada que históricamente hemos atravesado, son en general de apatía y miedo crónico.
Este resultado precisamente ha sido una estrategia psicológica y cultural en nuestro país para inhibir en el otro o la otra, el quehacer político, a través del terror y la violencia. Que una actividad social como el hacer política se considere un oficio riesgoso, permite que quienes manejan las riendas políticas del país, dispongan del futuro y del desarrollo económico a su antojo, excluyendo o incluyendo a los sectores que deseen.
Es por eso por lo que,
«En este contexto de amenazas y agresiones, de negación y rechazo del oponente, de expresiones masivas de descontento, aunado a la percepción de inutilidad de las formas de manifestación cívica y de creciente impunidad, se cierra el espectro de perspectivas políticas no violentas, aumenta la desconfianza en el sistema democrático y la desesperanza respecto a las vías pacíficas, generándose en consecuencia acciones que pretenden salidas violentas, no democráticas, ni pacificas al conflicto, al margen del estado de derecho» (8).
La participación política en nuestro país, en las condiciones actuales, se convierte en un caldo de cultivo para expresiones de odio y violencia; puede entonces, llegar a legitimarse la violación de los derechos humanos, homicidios, torturas, juicios populares, pena de muerte, golpes de Estado. Es decir, se legitima el recurso a la violencia como modo de poder y control social y la guerra puede llegar a convertirse en un fin en sí misma (9).
Como causas posibles de la violencia política en Colombia podemos encontrar entonces que juegan un papel muy importante el miedo y rechazo del contrario, del otro, del “alter”; y dicho rechazo y miedo se expresa en exclusión generalizada (incluso de pensamiento), por lo que se impide la efectiva participación política de los contrarios, de los otros, de los campesinos, de los indígenas, de los obreros, en general, de los pobres.
Fuente: Radio Checheres.