Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
La vergüenza y el decoro no han sido precisamente características que distingan a los últimos cancilleres españoles. No podía ser de otra manera en un gobierno que no es de ciudadanos sino de súbditos. Su anacrónico talante medieval los obliga a estar subordinados a una estirpe parásita de corruptos y vagos que Bolívar, San Martín y otros padres fundadores se encargaron de expulsar de América hace ya 200 años.
Desde Fernando VII hasta Juan Carlos I son de la misma ralea: pútridos vividores que nunca han hecho nada sino chupar de las arcas estatales, malversando los recursos del pueblo. Y cuando llega la crisis, recurren al extranjero para que los salve: aquel a banqueros alemanes, holandesas y belgas con quienes se endeudaron hasta con lo que no tenían y este último sirviendo a Washington y Bruselas como prostituta vieja que se entrega sin pedir nada, aunque en este caso canjearon el territorio para instalar bases militares e inversiones expoliadores a cambio de silencios y avales para sus desmanes en juergas, safaris e intermediaciones de dudosa reputación con putrefactas monarquías similares del Golfo Pérsico.
Este esperpento «real» quiso hacer callar al Comandante Chávez cuando no ha logrado el silencio de sus amantes y adláteres que, oteando el peligro, hacen públicos sus delitos para tratar de salvarse ellos, sabiendo que su alteza está protegido por la «democracia» y la «justicia» cómplice que calla, porque de ello depende la estabilidad del poder que los mantiene en sus cargos
Esa cosa que describo en pocas palabras es el Estado español, no hacen falta muchas explicaciones. Mientras tanto, los gobiernos de turno desde el fin de la dictadura franquista, indistintamente si han sido de la derecha socialdemócrata o de la derecha fascista, hacen el triste papel de servir como lecho para las incestuosas relaciones de la monarquía.
España está lejos de la normalidad en cuestiones democráticas
Nadie debe extrañarse por ello, pero lo que está ocurriendo con la actual canciller española Arancha González Laya sobrepasó cualquier comparación con el pasado. Para muestra, dos botones: el primero, cuando refutó al canciller de Rusia Serguei Lavrov, quien ante el reclamo del alto representante europeo Josep Borrell por la libertad del estafador ruso Alexei Navalny, le recordó al español que su país no se inmiscuía en los asuntos internos de España, por ejemplo en lo referido a los líderes catalanes presos.
González Laya quiso replicar a su homólogo ruso diciendo que quería «recordar que en España todos los ciudadanos, todos, tiene garantizados sus derechos y libertades y no hay presos políticos, hay políticos presos». Esto en el mismo momento que se concreta la detención de Pablo Hasel, un rapero y poeta español que no es político y que ha sido condenado por decir que: «Los amigos del reino español [están] bombardeando hospitales, mientras Juan Carlos se va de putas con ellos».
La canciller quiso hacer de España un modelo de democracia a seguir, al mismo tiempo que el vicepresidente de su gobierno Pablo Iglesias afirmaba que «no hay una situación de plena normalidad política y democrática en España», precisamente por la existencia de presos políticos. Ante esta situación, la vocera de la Cancillería rusa María Zajárova manifestó que no sabía a quién creer, si «a la señora González [Laya], que afirma que España es un ejemplo de democracia, o al vicepresidente del gobierno español que dice que [España] está lejos de la normalidad en cuestiones democráticas». No deja de ser una buena pregunta.
Así mismo, González Laya ha presentado a su país como un adalid en la lucha contra el terrorismo, mientras su país protegió y protege al delincuente confeso venezolano Leopoldo López, quien organiza y dirige acciones violentas desde territorio español, dándole tácitamente aval a las mismas.