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El poder inherente e inmutable de los sujetos en la escuela

PorAndrés Mauricio Páez

Feb 20, 2021

Por Andrés Mauricio Páez

     En principio, es evidente que a Colombia no la destruye un solo tipo de virus letal, pues al menos hasta hoy, nos matan diversas pandemias igualmente dolorosas, terriblemente peligrosas. De un lado, quienes de forma criminal dirigen el país, cuentan muertos a diestra y siniestra como si de un deporte o un concurso perverso se tratara, al unísono que se organizan los carteles de las vacunas, se improvisa la inmunización y el sistema de salud se corrompe hasta sus fines más obscenos.  

Por otra parte, el hambre asola las calles de ciudades capitales e intermedias, manifestándose de variadas formas en el delito que se hace creciente, la indigencia que pulula sin control, el desempleo desesperante que arruina familias y en la informalidad laboral que se reprime con fiereza por los cuerpos de represión del Estado.

Y por si lo anterior fuera poco, en las periferias de la nación aumentan las masacres en contra de inocentes que se dibujan en los rostros petrificados de niños, campesinos, jóvenes y mujeres que contaron con la mala fortuna de hallarse otra vez en la mitad de dos, tres o más fuegos bárbaros; a la vez que el narcotráfico, la extorsión, el desplazamiento y la guerra, se vuelven a erigir como las principales fuentes financieras de la patria podrida que bien refiere Vallejo.    

Sin embargo, en tiempos de muerte para unos o de confinamiento para otros, la escuela se presenta otra vez como esperanza para múltiples sectores sociales, aunque se le condene temporalmente al ostracismo virtual y se ejerza su poderosa acción desde la esencia insulsa de lo digital. No en vano, es imposible olvidar que esta institución, tal y como funciona, no escapa de ser un paliativo del Estado con el objetivo primario de cuidar a la población infantil y juvenil, por unas horas a diario. Una acción que, en tiempos de pandemia, ha trasladado su lugar físico a millones de hogares y que sin duda mitiga el crecimiento exponencial de la delincuencia juvenil, el avance de pandillas y el consumo exacerbado de sustancias psicoactivas.

De todas formas, desde la incesante inhumanidad del mercado y la consabida mezquindad mediática, se reafirma la aparente incapacidad de los padres de familia en su obligación de atender a sus hijos, además de la vulnerabilidad que presuntamente les acecha a niños y jóvenes a través de violencias de todo tipo, omitiendo con cinismo en sus informes, la histórica desfinanciación del aparato educativo y que en esta nefasta etapa del virus, se concreta en la deficiente conectividad a internet de las familias, la carencia de aparatos funcionales y con relación indirecta, la negación a los sectores populares de una renta básica para sobrevivir en estos tiempos.

Se confirma así, desde las hegemonías del poder, la intención por sostener a la escuela como institución de cuidado, vigilancia, modelación y reproducción del sistema vigente, y peor aún, sin ninguna inversión o financiación sistemática en el tiempo. De tal modo que, con cinismo los medios corporativos y la dirigencia se preocupan porque uno niños regresen a clases en las grandes urbes, mientras invisibilizan a los otros reclutados para la guerra en el Cauca o el Catatumbo, desde reductos paramilitares, disidencias guerrilleras o el mismo ejército, este último como bastión del Estado que secuestra a los jóvenes a través de las ilegales batidas militares, sino es que los elimina desde la aberrante práctica de las ejecuciones extrajudiciales y sin profundizar tampoco en  los que mueren de hambre en el Chocó o la Guajira, a causa de la falta de agua e higiene básica.

Desde otra perspectiva, ese supuesto cuidado que promueve el aparato escolar y que no se articula muchas veces con el amor a la escuela por parte de jóvenes y niños, se produce en medio de las más altas tasas de delitos de menores infractores, microtráfico, abandono familiar y por otros intereses en la población juvenil, distantes de lo que existe en la educación escolar, a saber, la pertenencia a barras bravas, tribus urbanas, necesidades laborales, el mundo de lo virtual, entre otros aspectos.

En esta medida, surge un profundo dilema donde el Estado, los medios de comunicación corporativos y la sociedad adulta exigen a la escuela volverse una institución cuidadora por excelencia; al tiempo que jóvenes y niños no se sienten atraídos ni motivados, ya sea porque el  modelo escolar no transforma ni es referente  ideológico,  el ahogamiento en la tradición, la desinversión estatal y el avance feroz del sistema de mercado o porque la incesante publicidad, la cultura de lo inmediato, la anomia del docente y su consecuente deformación política, permiten ese escenario.

De esta manera, si el sistema de mercado termina por capitalizar una dura guerra que se basa en convertir los más mínimos intercambios humanos, en transacciones comerciales, la escuela terminará reducida a los escombros de la gestión empresarial que, permite la modelación de millones de brazos vulnerados para la mano de obra calificada y sin calificar. Labores de la servidumbre moderna que subordinada a las multinacionales y al capital financiero, eternizan la división internacional del trabajo.

Una escuela que distorsiona desde hace décadas la política y la ciudadanía, y que promueve como posibilidades elegir el color del automóvil de moda, el supermercado para comprar la raquítica canasta familiar o el próximo sitio para las vacaciones, es la misma que pretende mentir cuando edulcora la supervivencia en el rebusque de un carro de perros calientes, mientras reafirma las falacias del emprendimiento empresarial a partir del eufemismo, la invisibilización o la trivialización del dolor de la pobreza.

De todas formas, si la escuela vuelve a conectarse con las necesidades del mundo y la población, el poder como manifestación política advertido por Foucault, podría ser un tesoro del que todos podrían gozar desde la comprensión y la activación del sujeto de derechos, posibilitando su ejercicio desde diversas tribunas.

No se trata entonces, del poder que se observa con satisfacción desde las gradas del mercado y de la élite rapaz que extiende su avaricia, la hegemonía corrupta que todo mueve, pero no cambia nada, designado con fuerza enajenante desde el aparato mediático, que se amplifica en la calle y en la escuela, que consiste en perseguir el dinero, el individualismo y la competitividad inmoral como únicas opciones vitales.    

Ese poder define la cultura de lo fácil como directriz social: “Desea que todo te será dado”, gritan a todas horas en la televisión y en la radio, mientras en la calle se delinque o se trafica para obtener algo de la publicidad que tanto promete, y cuando no se accede, se consigue a la fuerza, con motocicleta, pistola y navaja. A la vez, en la escuela se exige estudiar para conquistar el bienestar social y asegurar los años que la delincuencia roba en la cárcel o en el cementerio, promesas calcadas de la publicidad comercial, basadas en fantasías imposibles y que intentan, a fin de cuentas, persuadir a niños y jóvenes sobre las bondades de la escuela.

En oposición, el poder alternativo que se defiende en estas líneas, concuerda con la autonomía y la autoridad sobre si, el conocimiento propio como mecanismo de la comprensión de todo lo demás, el establecimiento esencial del sujeto moderno y su conjugación en la subjetividad política. En este sentido, el pensamiento crítico y filosófico son consecuencias de esa conciencia poderosa, que reconoce la realidad como una sola, no aquella que se fragmentó en la súperespecialización profesional y en el aislamiento industrial.

Así, en la comprensión del sujeto de derechos y desde cualquier lugar, clase social o raza, es perentoria la búsqueda general de la trasformación y más factible que el poder sea una forma de dominio, pero también de solidaridad.

De tal forma que, el escenario por antonomasia donde ha de llevarse a cabo esa comprensión es la escuela, como uno de los cimientos primordiales de la educación. Por ello, al entender que el miedo y la obediencia funcionan con eficacia en las sociedades del ruido y el mercado, pero también en el aparato escolar, empieza la batalla por revelar el juego que desde lo hegemónico se activa de forma vertical, siendo necesario como alternativa, promover todo tipo de poderes desde las posibilidades horizontal y dialogada, sin excluir ni subordinar a ninguno de los sujetos, sin limitar su importancia.

Queda claro entonces que, las historias añoradas sobre el viejo poder y su sometimiento emergente en las calles, las instituciones públicas, las cárceles, la familia y la escuela van quedando atrás, lenta y sistemáticamente; para cederle en consecuencia y sin retroceso ese vacío dejado al poder del conocimiento, a las jerarquías compartidas, al diálogo de saberes y a la democracia participativa.

No se trata de ninguna forma de la disolución del poder, pues aquél es tan innato como el lenguaje o la sensibilidad, de modo que el bebé que llora manifiesta su ejercicio al exigir afecto o alimento, tal como lo hacen los discapacitados, las mujeres, los hombres, los ancianos y los escolares. No es su suspensión en cada sujeto, es su potenciación y su reconocimiento que nace de la interioridad, se extiende en acciones comunicativas hacia todas las direcciones posibles, de manera que el intento por centralizarlo, hacerlo autoritario o violento caduca y permite ahora que surja en manifestaciones ciudadanas de todo tipo.

En la escuela, ese poder se ostenta en los niños que exigen juego y recreación; en los jóvenes que piden que sean respetadas sus manifestaciones culturales; en los docentes que esperan mejores condiciones laborales y reconocimiento social; en los funcionarios administrativos que aspiran a ser humanizados; en los padres de familia que procuran el bienestar de sus hijos a través del amor y la dedicación, en la sociedad que espera en su conjunto, no ser una masa envuelta en la resignación y la desesperanza.

Al tejer un ineludible poder político colectivo e individual, es más factible que se enfrenten con resistencia los recortes presupuestales del Estado, los ánimos de privatización neoliberal, la avalancha de drogas que inunda la escuela, los grupos violentos que pretenden tomarla como su trinchera y la indiferencia que se vive día a día entre millones de sujetos anónimos.

Las manifestaciones intimas y públicas del poder que se hace visible y alcanzable, se ocasionan en el aula cuando el estudiante aporta al conocimiento que el docente propone y que permite esa expresión libre a favor del cambio de las realidades inmediatas. En el matoneo sistemático, que es denunciado pero comprendido y discutido, también en las hibridaciones del hip hop, la música autóctona colombiana, el reggaetón o el rock; pero también cuando el diálogo surge sin cortapisas ni amenazas, en los conversatorios que reemplazan las tediosas formaciones en el patio escolar y que plantean defender los derechos de la mujer y los trabajadores.

Cuando los que venden drogas, atracan o intimidan en las inmediaciones de la escuela, optan por regresar a su otrora segundo hogar para aportar, desde su historia de vida y hacer resiliencia del dolor. Cuando se enfrenta la brutalidad policial con expresiones colectivas de apropiación del territorio, a través del arte callejero o de la alfabetización a ancianos y madres cabeza de hogar. Cuando todos se movilizan, desde sus resistencias localizadas, para evitar la destrucción del páramo, el asesinato de jóvenes o el recorte de derechos. He ahí la grandeza del poder que todos poseen.

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