Por Alastair Crooke
Pat Buchanan tiene toda la razón: cuando se trata de insurrecciones, la historia depende de quién escriba el relato. Sin embargo, soy capaz de recordar a unos cuantos terroristas que posteriormente se convirtieron en hombres de Estado, sobradamente reconocidos. Así que la rueda del tiempo gira, y vuelve a girar aún.
Por supuesto, fijar una narrativa -una realidad incuestionable, que se percibe como demasiado segura, en la que se confía demasiado como para considerar su fallida- no significa que no vaya a ser contestada. Hay una vieja expresión británica que describe bien la experiencia del desafío silente a la narrativa colonial dominante, que se produjo tanto en Irlanda como en la India, así como en otros países. Se conoce como insolencia muda. Cuando la realización de actos individuales de rebelión son demasiado costosos a nivel personal, y se juzgan como inútiles, la expresión silenciosa y agria toma forma de un mudo desprecio por los señores, el cual lo dice todo. Antaño ya enfureció a la clase dominante británica, puesto que era un recordatorio diario de su falta de legitimidad. Gandhi hizo de esta práctica un acto ampliamente reconocido. Y es su ejemplo, en última instancia, el que más se recuerda en la historia.
Con el control global de la narrativa por parte de las grandes empresas tecnológicas, hemos entrado en un orden de cosas completamente distinto al de aquellos primeros esfuerzos por parte de los colonos británicos para mantener a raya la disidencia. Como señala sucintamente la profesora de la Harvard Business School, Shoshana Zuboff:
«Durante las dos últimas décadas, he observado las consecuencias de nuestra sorprendente metamorfosis en imperios de vigilancia, impulsados por arquitecturas globales de control, análisis, selección y predicción de comportamientos, que he denominado capitalismo de vigilancia. En virtud de sus capacidades de vigilancia y en aras de los beneficios que proporciona esta, los nuevos imperios han diseñado un golpe epistémico, fundamentalmente antidemocrático, marcado por concentraciones sin precedentes de conocimiento sobre nosotros y por el poder irresponsable que se deriva de dicho conocimiento».
El control de la narrativa ha alcanzado su punto álgido. La profesora prosigue:
«Esta es la esencia del golpe epistémico. Reclaman la autoridad para decidir quién sabe qué (…) y ahora compite vigorosamente con la democracia por los derechos y principios fundamentales que definirán el orden social de este siglo. ¿Nos obligará el creciente reconocimiento por parte de la sociedad de este fenómeno a reconocer por fin la incómoda verdad que se ha cernido sobre nosotros durante las dos últimas décadas? Podemos tener democracia, o podemos tener sociedad de vigilancia, pero no podemos tener ambas cosas (énfasis añadido)«.
Esto representa claramente una magnitud muy diferente de lo que entendemos comúnmente como control y, cuando se alía con las técnicas occidentales para combatir y desarticular la emergencia de narrativas terroristas -perfeccionadas durante la guerra contra el terrorismo- se convierte en una herramienta formidable para frenar la disidencia, tanto a nivel interno como externo. Sin embargo, tiene una debilidad fundamental.
Es bien sencillo. Al estar uno tan implicado, tan inmerso en una «realidad» concreta, las «verdades» de los demás no se escuchan, no pueden escucharse. No sobresalen por encima de la interminable llanura del discurso consensuado. No pueden penetrar en el caparazón endurecido de una burbuja narrativa predominante, ni reclamar la atención de las élites, ensimismadas en la gestión de su propia versión de la realidad.
¿Cuál es, pues, la gran debilidad? Las élites llegan a creer ciegamente en sus propias narrativas, olvidando que ésta fue concebida como una ilusión, una entre otras, creada para capturar el imaginario colectivo dentro de su sociedad (obviando así las de otros).
Así, pierden la capacidad reflexiva de diferenciarse y de verse a sí mismas como las ven los demás. Se embelesan tanto con la virtud de su versión del mundo, que pierden toda capacidad de empatizar o aceptar las verdades de los demás. No pueden escuchar las señales del entorno. La cuestión es que, al no comunicarse ni escuchar bien a otros Estados, los motivos y las intenciones de estos últimos se malinterpretan, a veces de forma trágica.
Podemos encontrar numerosos ejemplos de tal suceso, pero la percepción de la Administración Biden de que el tiempo se congeló -desde el momento de la salida de Obama de la presidencia- y de que de alguna manera se descongeló el 20 de enero, justo a tiempo para que Biden retomara esa época anterior (como si el tiempo fuera ininterrumpido), es un gran ejemplo de la creencia de las élites de su propio meme. El asombro -y el honesto enfado- de la UE al ser descrita «como un socio poco fiable» por el ministro Lavrov en Moscú, constituye otro ejemplo de cómo las élites se han alejado del mundo real y son presas de su propia autopercepción.
Las declaraciones de Biden respecto a que «Estados Unidos ha vuelto» para liderar y «establecer las reglas del juego» para el resto del mundo, pueden tener la intención de irradiar y proyectar la fuerza estadounidense, pero más bien sugieren una tenue comprensión de las realidades a las que se enfrenta: las relaciones de Estados Unidos con Europa y Asia se estaban distanciando cada vez más, mucho antes de que Biden llegara a la Casa Blanca y, por lo tanto, también desde antes del mandato (intencionadamente perturbador) de Trump.
Debemos preguntarnos, ¿por qué Estados Unidos rechaza tan sistemáticamente esta realidad?
Por un lado, después de siete décadas de primacía mundial, es inevitable una cierta inercia que impediría a cualquier poder dominante de registrar y asimilar correctamente los cambios significativos del pasado reciente. Sin embargo, en el caso de Estados Unidos, hay otro factor que ayuda a explicar su «sordera»: la fijación del establishment en su conjunto en evitar que las elecciones presidenciales de 2020 validaran los resultados de aquellas de 2016. Tal cometido los eclipsó, nada más importaba, era tan absorbente que les impidió atender el mundo que estaba cambiando, justo ahí, en sus narices.
Este error no es exclusivo de Estados Unidos. Es fácil comprender por qué la UE quedó tan asombrada cuando el ministro Lavrov calificó a la UE de «socio poco fiable», aunque ésta sea una descripción fidedigna. Como escribió el ex ministro de Economía griego, Yanis Varoufakis, a partir de su propia experiencia al tratar que la UE escuchara sus detallados resúmenes y propuestas con respecto a la crisis financiera de su país: «Ellos (el Eurogrupo) simplemente se sentaron con cara de asco, sin hacer ni pizca de caso: Podría haber cantado el himno nacional sueco, por toda la atención que prestaron a mis contribuciones», relató más tarde Varoufakis. Su experiencia fue el modus operandi habitual de la UE. La UE no negocia. Los suplicantes, ya sean griegos o británicos, deben aceptar los valores de la UE, y con ello, las reglas del club.
El Alto Representante, Borrell, llegó con su larga lista de reclamaciones, prescritas por 27 Estados (algunos de los cuales tienen una lista histórica de reclamaciones contra Rusia). Leyó las demandas y, sin duda, esperaba que Lavrov, al igual que Varoufakis, se sentara tranquilamente y aceptara las reprimendas y las «reglas del club», el código de comportamiento apropiado para cualquier aspirante que contemple algún tipo de relación de trabajo con el «mayor mercado consumidor del mundo». Esta es la cultura de negociación de la UE.
Y lo que siguió a la reunión fue la infame rueda de prensa en la que se calificó a la UE de «poco fiable». Cualquiera que haya asistido a un órgano decisorio de la UE conoce el protocolo, pero dejemos que un antiguo alto funcionario de la UE lo describa: El Consejo se ocupa del Chefsachen -la materia de la alta política, no de la baja regulación- en sesiones a puerta cerrada. A estas acuden, según cuenta van Middelaar, los 28 jefes de gobierno (antes del Brexit), se llaman por sus nombres de pila y pueden llegar a acordar decisiones que ni siquiera habían imaginado antes, antes de salir juntos para una radiante foto de familia ante las cámaras de los mil periodistas reunidos para escuchar sus buenas nuevas. Su presencia hace que la imagen de fracaso sea inconcebible, de ahí que todas las cumbres -con una única y molesta excepción- hayan terminado con un mensaje de esperanza y resolución común.
Lavrov, actuando como aquél pariente lejano que todos tenemos, fue rudo, no supo comportarse en la sociedad educada de la UE; no se insulta a la UE. ¡No, señor!
Varoufakis explica:
«A diferencia de los Estados nación que surgen como estabilizadores de los conflictos entre clases y grupos sociales, la UE se creó como un cártel con el cometido de estabilizar los márgenes de beneficio de las grandes corporaciones centroeuropeas (no olvidemos que en su génesis la UE comenzó siendo la Comunidad Europea del Carbón y del Acero). Visto a través de este prisma, la obstinada fidelidad de la UE a prácticas fracasadas empieza a tener sentido. Los cárteles son razonablemente buenos para distribuir los beneficios del monopolio entre los oligarcas, pero terribles para distribuir las pérdidas. También sabemos que, a diferencia de los Estados, los cárteles se resisten a cualquier tipo de democratización o aportación externa a su estrecho círculo de toma de decisiones».
Este incidente en Moscú podría ser ligeramente divertido, excepto por el hecho de que subraya cómo el «ombliguismo» de Bruselas (de forma distinta al del equipo Biden) produce un resultado similar: se queda sin contacto con el mundo exterior. Escucha, pero no oye. La estrategia hostil de Occidente hacia Rusia, como ha observado Pepe Escobar en su análisis estratégico de la posición de Rusia, está condicionada por la noción, la creencia, de que Rusia no tiene ningún otro sitio al que ir, y por lo tanto debe sentirse complacida y honrada por el hecho de que la UE se digne a estirar sus «tentáculos» hacia Eurasia. Sin embargo, ahora que el centro de gravedad geoeconómico se ha desplazado hacia China y Asia Oriental, es más realista preguntarse si el corazón de la Gran Eurasia, con sus 2 mil 200 millones de habitantes, considera que vale la pena extender su brazo hacia la UE y someterse a las reglas de ésta.
No se trata de una cuestión menor: una cosa es que la UE se enfade por el desprecio de Lavrov a la UE en Moscú. Ahora bien, la posibilidad de que Estados Unidos escuche, pero no oiga a Rusia y China, es otra muy distinta. El hecho de no escuchar, de no entender a estos dos Estados, afecta a cuestiones de guerra y de paz internacional.
Publicado en Misión Verdad.