Víctor de Currea-Lugo | 28 de mayo de 2021
Algo sé de las leyes. Las estudié en una especialización y en mi doctorado, pero siempre me han producido desconfianza, porque a veces cumplen un papel inmovilizador. Ahora, en medio del paro nacional, dentro de mí vuelve a aparecer ese temor.
Recuerdo mucho la frases de Aristóteles de que la norma no tiene que ver con la justicia sino con la injusticia porque, si hay justicia ¿para qué normas? También de la sentencia de Rousseau de que el país más corrupto es aquel que más normas tenga.
Cuando trabajaba en el Comité Internacional de la Cruz Roja, una vez llegamos a un caserío perdido en el sur de Bolívar, un letrero nos daba la bienvenida y agregaba que así lo disponía una ordenanza local, en las recientes protestas de Cali un muchacho de la primera línea había marcado su escudo con artículos de la Constitución.
Cuando reviso debates públicos, me enfrento a una procesión de normas y de códigos como el que cita un libro sagrado. Ya sé que eso cuenta, pero ¿es lo único que cuenta? Ya me molesta el argumento y el contra argumento jurídico como una mosca zumbando en la noche. La pregunta es ¿hay vida más allá de los códigos?
Lo curioso es que de eso se culpa a Santander, al que ya deberíamos dejar descansar en paz y asumir nuestra propia responsabilidad: somos un país de leguleyos. Por ejemplo, uno de los grandes errores del proceso de paz es precisamente creer que a Paz es un derecho antes que una realidad política.
Así las cosas, en Colombia lo que no se resuelve con bala se resuelve con leyes. Pero las leyes son como los chistes, tampoco resuelven de verdad el problema sino que ponen el dolor en otro plano. Y esa descentración empuja a la inmovilidad.
La inseguridad jurídica asusta más que la inseguridad fáctica, el tribunal remplaza la calle, el abogado le dice al médico qué puede formular, la norma ahoga la justicia y, por eso, uno aquí no se muere cuando se muere sino cuando se firma el acta de defunción.
Esto aflora en todos los debates sobre el paro nacional: hay gente que le asusta más una conmoción interior que una masacre. De hecho cuando me han preguntado mi opinión sobre la conmoción interior, he pedido que la quiten. Y esa ironía fue contestada con una leguleyada, sin entender que encerraba precisamente la denuncia de los abusos del Estado.
Lo mismo pasa en el caso de la misión médica: la mesa nacional por ese tema presidida por el Ministerio de Salud mira para otro lado y algunos incluso sugieren judicializar a los grupos de misión médica nacidos de la sociedad en las protestas dizque porque están usando un emblema que necesitaría la bendición del Estado para ser usado.
Querer meter la protesta, estimados leguleyos, en el Código Penal es tan tonto como hablar de «paz con legalidad», porque la protesta es precisamente contra las élites y las instituciones que han usado el derecho para joder a la gente.
Dicho de otra manera, el paro nacional no es un asunto jurídico ni policial, sino político, y solo podrá resolverse cuando pasemos de los cuarteles y de los tribunales, a las calles. Por eso y por su novedad y magnitud, fallan quienes intentan leer lo que pasa.
Por eso, algunos se aferran al principio de seguridad jurídica, a presentar al otro como un ilegal que transgrede la ley (la misma ley que ha transgredido a los pobres por décadas). Por eso mismo, algunas voces llaman a «defender las instituciones» antes que la vida de las personas.
¿Pero qué es la institucionalidad? La policía dispara, el defensor del Pueblo se va a su finca de descanso en pleno incendio, la procuradora amenaza con procesos a quienes apoyen las marchas, la alcaldesa de Bogotá pide perdón y al tiempo deja que la policía ataque.
A propósito, será tanta la inutilidad de “nuestras instituciones” que desde la alcaldesa hasta los militares, pasando por el presidente, hablan de demandas internacionales porque saben que los tribunales nacionales no sirven.
Entonces ante el fracaso del Ejecutivo, la trampa del Poder Judicial y la marcada parcialidad del llamado Ministerio Público, nos hablan del Poder Legislativo. Pero recuerdo que es la calle colombiana la que ha sacado ministros y tumbado propuestas de reformas, no el Congreso.
Si las transformaciones sociales fueran proceso eminentemente jurídico y no político, entonces las revoluciones sociales se harían en un tribunal y no en las calles. Que el amor por la norma no nos nuble la empatía, podría ser un buen cartel de la protesta.
La rebelión que se vive hoy en Colombia y su carácter novedoso hay que valorarla por su realidad. Pero algunos insisten en que si hay una contradicción entre la norma y la realidad, hay que desechar la realidad.