Autores:
Adolfo León Atehortúa Cruz
Diana Marcela Rojas Rivera
El contenido del presente artículo cubre las primeras décadas del tráfico ilícito de drogas emprendido desde Colombia hacia Estados Unidos. Su singularidad estriba en el análisis de los mecanismos empleados por los actores en examen (los pioneros y los grandes capos), para responder a los desafíos planteados por su actividad ilícita y a la persecución en contra de ella.
El tráfico ilícito de drogas no es un asunto reciente en la historia de Colombia y los países andinos. Se sabe, como verdad de apuño, que el cultivo de la coca registra su existencia desde la cultura indígena en tiempos precolombinos. Hallazgos arqueológicos, cronistas de indias e investigadores contemporáneos, coinciden al ubicar su presencia y uso en antiguos hayales1 (Friede, 1944, p. 210), en tempranas épocas aymará, o en valles y selvas de yungas preincaicas en Perú y Bolivia2 (De Matienzo, 1978; Murra, 1978), así como su “mambeo” o masticado por atávicas tribus andinas. Su carácter legal y su comercio fue materia de discusión entre clérigos y colonizadores hasta que el pragmatismo se impuso en las mitas y centros de explotación minera (Polo de Ondegardo, 1990), o hasta cuando se le fijó tributo en las audiencias virreinales.
Sin embargo, el presente artículo no pretende referirse a esa parte tan antigua de la historia de las drogas en el continente americano. Como se advirtió en el resumen, su temática se ubica en las primeras décadas del tráfico ilícito de drogas desde Colombia hacia Estados Unidos y, en particular, analizará los mecanismos empleados por los actores en examen para responder a los desafíos planteados por su actividad ilícita y a la persecución en contra de ella.
En este sentido, consideraremos el contexto en la aparición de la generación inicial de narcotraficantes; sus sucesores, los llamados «carteles de la cocaína», e identificaremos los elementos que hicieron posible la configuración de estas
organizaciones relativamente estructuradas, centralizadas y reconocibles, capaces de ejercer un control casi total en las distintas etapas del negocio. De igual manera, intentaremos una caracterización de tales carteles a través de diversos aspectos como el origen social de sus integrantes, la estrategia empresarial desplegada, la relación con las autoridades y el mundo político, así como las estrategias de control y mantenimiento del negocio.
El motor del tráfico. Estados Unidos: “mea culpa”
La Guerra de Indochina se inició con el levantamiento del Viet Minh tras la Segunda Guerra Mundial. Aunque Francia intentó retener la “joya del imperio” con sus riquezas de caucho, arroz y opio, el apoyo que la triunfante China de Mao Tse-Tung brindó a las fuerzas de Vo Nguyen Giap y Ho Chi Minh imposibilitó su propósito. Las aspiraciones coloniales cayeron en 1954 y Francia reconoció la soberanía de Vietnam en dos Estados, seguida por la celebración de un referéndum donde los vietnamitas decidieran su reunificación o su separación definitiva.
Los nacionalistas del sur optaron por asestar un golpe de estado al principal aliado de la potencia europea, el emperador Bao Dai, e iniciaron con el más decidido apoyo norteamericano la Segunda Guerra de Indochina, más conocida como Guerra de Vietnam. Bao era el más grande productor y comerciante de opio asiático y quienes lo destronaron, Ngo Dinh Diem y Van Minh, heredaron todo su poder, incluida la riqueza sobre el opio.
A instancias de la CIA, los hombres de Diem empezaron a utilizar aviones norteamericanos para transportar armas y suministros en apoyo a las fuerzas del Kuomintang que resistían contra Mao y luchaban contra la guerrilla comunista en Laos. Las operaciones de regreso se utilizaron para cargar las aeronaves con opio, a la vista de todo el mundo, para financiar la naciente guerra en Laos y Camboya. Las compañías aéreas, establecidas por la CIA, fueron popularmente bautizadas como «Air Opium».
En medio del terror y de la corrupción, Diem soportó la lenta construcción de un movimiento de liberación inspirado en la guerra de guerrillas: el Vietcong. Los monjes budistas, aterrorizados por la descomposición e incompetencia del
régimen, fueron los mejores propagandistas de la oposición: se quemaban vivos en protesta por la represión e inmoralidad del gobierno que Estados Unidos sostenía.
Consciente del problema, John F. Kennedy aprobó, poco antes de su muerte en 1963, detener los vuelos del opio y derrocar a Diem con un aliado militar budista, Nguyen Van Thieu, quien se negó después a abandonar el lucrativo negocio. Por el contrario, un año más tarde, Hong Kong empezó a vender enormes cantidades de químicos a Saigón: agentes del nuevo gobierno transformaban el opio en heroína para el comercio internacional.
El radical viraje fue aceptado a regañadientes por los americanos. Funcionarios de la embajada recibieron instrucciones de «no mezclarse» en cuestión tan especial y dedicarse, más bien, a implantar la explotación del tungsteno y el estaño. Perseguir la heroína implicaba enfrentar a sus aliados y, en plena Guerra Fría, bajo el peligro del “efecto dominó”, cualquier cosa era preferible a un régimen comunista en el sur de Asia. Podrían seguir Malasia, Indonesia o Filipinas3 (Mc Coy, 2003).
No obstante, fueron los soldados quienes empezaron a implicarse en el problema como consumidores y, de paso, a perder la guerra contra el Vietcong. Estados Unidos pasó de asesorar la guerra a dirigirla e intervenir en forma directa por decisión de Lyndon Johnson (Beschilos, 1997). Pero ningún ejército del mundo podía apuntalar a un gobierno corrupto hasta la médula, con un servicio secreto que funcionaba como hampa organizada de narcotraficantes y un pueblo indignado por los bombardeos con napalm, el “agente naranja” y la creciente intromisión extranjera.
A finales de 1965, Estados Unidos poseía más de 100.000 efectivos en Vietnam y destinaba 1.000 millones de dólares adicionales como ayuda. Sin embargo, la guerra no se definía. Se convirtió, por el contrario, en un conflicto prolongado con golpes sorpresa, emboscadas y asaltos inesperados que destruyeron la tranquilidad, el ánimo y la psicología de los soldados. El paso a la drogadicción, por la heroína y la marihuana fundamentalmente, fue apenas un complemento necesario para soportar los peligros y el carácter de la guerra (Largo, 2002).
La respuesta del ejército norteamericano frente al fenómeno no fue tampoco la más adecuada. En un principio intentó rotar a los oficiales en períodos de seis meses para dotarlos al mismo tiempo de experiencia y obtener mayor control sobre sus tropas. Pero el efecto fue adverso: oficiales bisoños perdieron su ascendencia en los soldados y murieron en sus manos. El Pentágono no logró comprender a su propia gente y menos aún al enemigo y el tipo de guerra que enfrentaba4.
La necesidad de incrementar el presupuesto y el personal destinado a Vietnam creció con el número de cadáveres procedentes del sureste asiático. De 4.000 soldados norteamericanos asignados a Vietnam en 1962, se pasó a casi 500.000 en 1967 (Crónica de la guerra de Vietnam, 1988). Entonces, la oposición interna frente a los resultados no se hizo esperar. El ex ministro de defensa de Kennedy, Robert McNamara, fue uno de los primeros hombres públicos en expresar sus dudas frente a la guerra. Según su criterio, la iniciativa estaba a merced de los comunistas y eran ellos quienes elegían las bajas a sufrir o a infringir en sus oponentes: “mantendrán sus pérdidas a un nivel lo suficientemente bajo como para poder aguantar indefinidamente; pero lo suficientemente alto para tentarnos a aumentar nuestras fuerzas hasta el extremo de que la opinión pública norteamericana rechace la guerra”5.
La llamada Ofensiva del Tet, con la toma de 38 de las 52 capitales de Vietnam del Sur y el asalto a la propia embajada americana en Saigón, quebró la campaña de ilusiones estadounidenses y colapsó la moral y disciplina de la tropa (Breve historia del Partido de los Trabajadores, 1974). En 1968 el sesenta por ciento de los soldados en Vietnam consumía marihuana y un porcentaje suplementario, heroína. Hombres armados y drogados empezaron a atacar en forma indiscriminada a la población civil. El Teniente Calley, enjuiciado por la horrible matanza de My Lai, confesó su obstinada adicción a las drogas6 (Grinspoon, 1971; Camacho, 1988). La misma policía vietnamita les vendía dosis con graciosas marcas: «Doble U-O» Y «Tiger and Globe». Siempre se dijo que ésta última era producida con participación militar en las instalaciones de una fábrica de pepsi-cola que nunca produjo una sola botella de la gaseosa. Pero, además de ello y como sucedió en Corea, el enemigo vietnamita se las ingenió también para afectar a las tropas norteamericanas y proveerlas en exceso de droga. Las cantidades eran incluso suficientes para una exportación masiva: las bolsas y ataúdes con los cadáveres de los soldados muertos en servicio, empezaron a traer heroína a las ciudades norteamericanas.
El ejército y la CIA, sin embargo, tomaron la decisión de no interferir aquella red de narcotraficantes. Una vez más, el temor al “efecto dominó” fue determinante. El débil poder que protegían se vendría abajo perdiendo a Laos y a Camboya. Frente a los reclamos del Congreso, los militares restaron importancia al asunto con el argumento adicional de que el consumo ayudaba a soportar las tensiones de la guerra. No faltó el médico que, con la misma lógica de los generales, aprobara el consumo. La preocupación se redujo a impulsar la preferencia por la marihuana frente a la heroína y a forzar una estadía de los soldados en bases americanas europeas, antes de su repatriación definitiva. La consecuencia, según algunos autores, fue peor. Por esta vía, el comercio del hachís y la heroína se propagó en Alemania (Bher, 1981). Frank Lucas, un mafioso de Harlem cuya vida y carrera fue llevada al cine bajo la dirección de Ridley Scott, sólo fue capturado y procesado en Nueva Jersey cuando la Guerra de Vietnam vislumbraba su ocaso irremediable. Al fin y al cabo, las víctimas de su distribución eran negros de estratos bajos.
Los bombardeos masivos e indiscriminados contra ciudades enteras como Hanoi, el uso de agentes químicos contra la vegetación y la población, las masacres y crueldades de una guerra retransmitida por primera vez en los medios de comunicación, generaron rechazo en una juventud cuyos padres habían vivido el sobresalto de Pearl Harbor y el horror de la Segunda Guerra Mundial. Al lado de miles de soldados repatriados, la juventud estadounidense optó también por la generalización del consumo como repudio a la guerra. El movimiento hippie fue una de las tendencias más acogidas por una mocedad que odiaba la violencia, que temía ser enlistada, y que prefería abstraerse en el rock psicodélico, la revolución sexual, la marihuana y el LSD. Iniciado en California, el movimiento se extendió hacia el este del país y se convirtió en propulsor, sin proponérselo, de la marihuana de origen mexicano. El “verano del amor” en 1967, fue el preludio del jamás olvidado festival de Woodstock en 1969.
El hippismo, como en general los valores contraculturales de la llamada “Generación Beat”, encarnó el repudio a las estructuras de poder, a la guerra y al capitalismo, que pronto empezó a exigir marihuana y cocaína al sur del río Bravo. La impotencia frente a Vietnam buscó en la droga la atenuación de la rabia y e dolor. La rentabilidad que arrojaba el comercio de la droga impulsó una mafia heredada del tráfico de licor, de los juegos clandestinos y del dominio callejero que, con raíces sicilianas, experiencia en Chicago y contactos con los recientes exiliados cubanos, buscó en México y luego en Colombia el producto necesario para surtir su mercado.
Saigón cayó en 1975 con un saldo final de 58.169 soldados norteamericanos muertos, 304.000 heridos y 2.029 desaparecidos. Las amputaciones y secuelas permanentes fueron tres veces superiores a las obtenidas por el mismo Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial7. Aunque Richard Nixon fue reelegido bajo la promesa de acabar con la drogadicción, ésta no se detuvo nunca. Para combatirla, el estado formó la Drug Enforcement Agency, DEA, con 200 millones de dólares para «acciones encubiertas». No se destinó un centavo para ayuda terapéutica al adicto ni, mucho menos, para una educación preventiva dirigida hacia los jóvenes. Un analista americano, Barrington Moore, explicó la situación en 1978 al señalar el espaldarazo que la represión brindaba al incremento de los precios y a la utilidad de los traficantes. La corrupción era sutilmente pagada por las mafias del tráfico, del lavado de dólares, de la venta de químicos y armas, que tenían ciudadanía norteamericana (Moore, 1989).