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Gabriel Boric como no te lo habían contado

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PorWilliam Serafino

Oct 6, 2022

Este artículo fue originalmente publicado el 5 de febrero de este año, cuando Gabriel Boric estaba a pocas semanas de formalizar su ascenso como presidente de Chile tras vencer en las elecciones generales del mes de noviembre de 2021. Buena parte de lo analizado y proyectado en aquel entonces, por no decir todo, ha terminado por cumplirse, no sólo por las causas que explicarían la derrota del «Apruebo» en el plebiscito constitucional del pasado 4 de septiembre, sino también por cómo la nueva ofensiva narrativa que el mandatario suramericano desplegó contra Venezuela en el contexto del 77º periodo de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, se corresponde con una alineación voluntaria a todo un sistema de creencias y valores inscrito en un colonialismo occidental de nuevo tipo, centrado en la «identidad» y la defensa acrítica de los «derechos humanos». Desde el equipo editorial de MV nos pareció pertinente republicar el texto por el nuevo cuadro de ataques y presiones contra Venezuela que se va perfilando, y donde la «izquierda», del estilo Boric, pareciera querer jugar un papel distintivo acorde a los intereses y objetivos de los de siempre: Washington y su sistema de vasallaje internacional. 


Nombre de santo y apellido de origen croata. 36 años. El presidente más joven de su país. Un gabinete de gobierno inédito, de mayoría femenina. Manda siendo minoría en el Congreso chileno, y en paralelo una Convención Constituyente sesiona, con el telón de fondo de una severa crisis de legitimidad de los partidos tradicionales.

Gabriel Boric, el nuevo mandatario de Chile, asume el gobierno con un ropaje que le adjudica ovaciones automáticas. Sus declaraciones recientes de política exterior, tras su victoria, apuntan contra Venezuela por varias razones, instrumentales e ideológicas, enmarcadas en un movimiento más general que vuelve a poner en el paisaje el fenómeno de la izquierda de corte identitaria.

Puesto en blanco y negro, para un país víctima de una sangrienta dictadura, cuya transición a la democracia fue tutelada por una élite que cabalgó sobre los efectos psicológicos y culturales del terrorismo de Estado para constitucionalizar la reproducción de su poder y consolidar la agenda neoliberal impulsada por Pinochet con El ladrillo, Boric es sin lugar a dudas una buena noticia. ¿Lo mejor entre lo peor?

Los problemas empiezan cuando el foco se achica y se pone el acento en la escala de matices que lleva consigo todo fenómeno social. Nadie pondría en duda que el cisma de la derecha chilena ha traído una nueva etapa para el país, pero sería arriesgado afirmar, a modo de conclusión definitiva, que el nuevo mandatario fue su resultado natural.

Recapitulando, el estallido social de octubre de 2019, cuyo símbolo principal fue la Plaza de la Dignidad, ejerció de catapulta de Boric hasta el Palacio de La Moneda, en medio de un giro hacia los «independientes» y una alta abstención, denominada «estructural» por algunos, que marcaron tanto la elección de la Constituyente como la disputa presidencial contra José Antonio Kast.

La mención al estallido no es gratuita porque, indiscutiblemente, la proyección de Boric iniciada en 2011 como líder estudiantil y después como diputado maduró definitivamente en aquel proceso de protestas severamente reprimido, donde Tía Pikachu y Sensual Spiderman, dos activistas disfrazados de dichos personajes,representaron el armazón cultural del movimiento.

Pero la coincidencia con la capa simbólica del ciclo de protestas no fue solo intuitiva o generacional. Boric, cuando saltó a la política institucional, tenía dentro de su sistema de referencias la experiencia de Podemos en España, y particularmente a Íñigo Errejón, responsable de dividir a la izquierda española en un ataque de ego y narcisismo, lo que fue el paso previo para fundar un partido verde, en línea con la corriente ecologista europea.

Que la brújula ideológica y las fuentes intelectuales del nuevo presidente estén en Europa le permite a Eugenio Tironi, catedrático de la Universidad Católica, equiparar a Boric con Daniel Cohn-Bendit, líder icónico del Mayo Francés. «Boric sería una versión corregida de Daniel Cohn-Bendit, que hace el Mayo del 68 en 2011 y en lugar de irse a una comunidad hippie crea un partido», sentencia Tironi.

En agosto de 2019, pocas semanas antes de que Santiago de Chile estuviese prendido en llamas, Boric tuiteó lo siguiente desde su cuenta personal:

El resultado lógico de beber de los debates, fuentes intelectuales y referencias políticas que están de moda en Europa, es que Boric entienda la política y la izquierda desde sus coordenadas falsamente universales. Por este motivo su retórica contra Venezuela se ha circunscrito a tópicos como democracia y derechos humanos, artificialmente presentados bajo una perspectiva de valores fijos, inamovibles, inmodificables y, sobre todo, no sujetos a manipulación.

Con el portentoso registro de intervenciones punitivas y guerras neocoloniales en nombre, justamente, de la democracia y los derechos humanos, debería partirse de un lugar de sospecha mínima a la hora de abordar estos términos. Pero, para Boric, representan valores abstractos de afiliación automática, «universales», con el cual inyecta oxígeno a la maquinaria de la guerra occidental, que encuentra en una izquierda más «moderna» y «actualizada» una zona de nuevas justificaciones para seguir presionando a Venezuela, aprovechando el «consenso a dos bandas», por derecha y por izquierda.

El Departamento de Estado de Estados Unidos se soba las manos escuchando y leyendo a Boric.

Lo de Errejón no es un dato accesorio. Comparado hasta la saciedad con Milhouse de Los Simpsons, el fundador de Podemos se empapó del debate peronista cuando estuvo en Argentina y, en una maniobra de estafa intelectual, reintrodujo algunos de sus códigos en España. Su falta de honestidad lo llevó a creer que era posible importar conceptos y tácticas políticas sin tener en cuenta que las tesis peronistas, al igual que Maradona, son fenómenos exclusivamente argentinos, por ende, irreproducibles en un contexto diferente.

Este entuerto intelectual ha provocado que la izquierda tome el camino de los conflictos de interés y reconocimiento a través de las identidades, abandonando la lucha de clases y la disputa por la base material de las sociedades, cada vez más absorbidas por la dinámica desintegradora del capitalismo tardío.

Responsabilizar a Errejón de esto sería darle demasiado mérito, aun cuando forme parte del edificio intelectual del presidente en un país de casi 20 millones de personas.

Mark Lilla, un reconocido especialista estadounidense en el estudio de la política de identidad, afirma que el camino comenzó a torcerse irremediablemente en los años 60, cuando la izquierda progresista dejó de agrupar a personas de la clase trabajadora y comunidades agrícolas, para centrarse únicamente en las universidades. Errejón y, por elevación, Boric, se enmarcan en esta deriva.

«Los activistas y líderes de hoy se forman casi exclusivamente en colegios y universidades […] especialmente en el nivel de élite, están en gran medida separados social y geográficamente del resto del país», indica Lilla, situando su análisis en su área de especialidad: Estados Unidos.

Otro dato de interés aportado por Lilla es la carga ideológica que transmitió la generación de los 60 a la que tomaría el relevo, la cual impulsó que «los jóvenes se vuelvan a sí mismos, en lugar de volverlos hacia el mundo más amplio que comparten con los demás».

Poco a poco, relata Lilla, las causas comunes perdieron vigor y atractivo, y se «arraigó la convicción de que los movimientos más significativos para uno mismo son […] sobre uno mismo», porque «la actividad política debe tener algún significado auténtico para el yo», en aras de cumplir «el objetivo limitado de comprender y afirmar lo que uno ya es».

En esa huida hacia el yo, en palabras de Hannah Arendt, que trazó la deriva actual de la izquierda, el Mayo Francés tuvo una importancia cardinal. Diego Sequera, con razón, la denomina la primera revolución de color, por su carácter movimientista centrado en la expresividad cultural y su carácter desintegrador bajo un paraguas cool de falso libertinaje. A partir de la década de los 60, como asegura Gregory Leffel interpretando al propio Lilla y al filósofo William Desmond, hubo una «revolución de la conciencia» que provocó una nueva mirada sobre la política y la cultura: la totalidad centrada en el conflicto material, los grandes agrupamientos de clase y nación, las grandes demandas de trasformación social, justicia y equidad, perdieron terreno frente a una artificiosa preocupación en torno al yo, donde las subjetividades y el reconocimiento de las minorías se volvieron las cartas a jugar en el terreno político.

Este proceso no hubiese tenido el impacto que tuvo en la formación de nuestro presente inmediato de no ser por la corriente intelectual protagonizada por Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, la Escuela de Fráncfort, entre otros, para quienes centrar la atención en la individualidad, en las opresiones periféricas y sus «líneas de fuga» eran una vía de resistencia a la totalización capitalista. No vieron, sin embargo, que la reformulación postfordista del capitalismo neoliberal les tomaría la palabra y reestructuraría su funcionamiento sobre la base del más dañino consumismo individualizado, donde las reafirmaciones personales, en un mercado controlado de identidades, fortalecen el control del sistema.

No fue gratuito, dato aparte, que la CIA promoviese el pensamiento de Foucault para crear una opinión negativa contra el comunismo.

A partir de este momento podemos comprender el origen del vocabulario político que signa nuestra actualidad. Interseccionalidad, fluidez, performatividad, entre otras, son las marcas de una época donde la izquierda ha perdido contacto con la realidad, dado que el debate académico abstracto y el uso obsesivo de Big Data simulan una mediación coherente con la sociedad.

En su magistral ensayo La izquierda y la política de la identidad, el historiador británico Eric Hobsbawm alertó de los riesgos que traería para la izquierda asumir la política de identidad como programa estratégico y mascarón de proa intelectual. Uno de los problemas que detectó Hobsbawm es que «la mayor parte de las identidades colectivas se parecen más a una camisa que a la piel, es decir, que son, por lo menos en teoría, optativas, no ineludibles. Y asume también, por supuesto, que hay que librarse de los otros porque son incompatibles con tu verdadero yo».

El resultado práctico de la política de identidad, a la luz de este análisis, es la competencia permanente por cuotas de representación institucional o cultural, donde la acumulación de estatus, prestigio y reconocimiento está mediada por las propias mediaciones de la esfera cultural del capitalismo. Se alienta la división y la fragmentación, ya que los vínculos de solidaridad entre agendas de lucha serían más bien portátiles, coyunturales, pues lo realmente importante es cumplir con las demandas de cada grupo. Una vez agotadas, la identidad se repliega a la esfera privada para convertirse en objeto de consumo.

Pero los problemas que se derivan de esto son también tácticos. Como apunta el historiador:

«Desde la década de 1970, ha habido una tendencia, una tendencia creciente, a ver la izquierda esencialmente como una coalición de grupos e intereses minoritarios: de raza, género, preferencia sexual u otras preferencias culturales y estilos de vida, e incluso de minorías económicas […] Una tendencia muy comprensible, pero peligrosa, y más en la medida en que conquistar mayorías no equivale a sumar minorías».

Al parecer estamos en presencia del punto clímax de lo que Hobsbawm alertaba con preocupación cuando publicó su ensayo en 1996, donde la política de identidad ha seguido en paralelo la misma dinámica globalizadora del capitalismo. Se ha globalizado la guerra por recursos, el dominio de las corporaciones, pero también el vocabulario y las formas y métodos de una izquierda occidental que traicionó a la humanidad.

No se trata de caer en la reducción al absurdo de asumir que, en el contexto chileno u otro, la lucha de género, indígena, ambiental, y otras más, lleven en su naturaleza un atributo negativo. Es más bien todo lo contrario: la política de identidad llevada a cabo por la izquierda actual refuerza el aislamiento de estas causas, las vuelve fines en sí mismas, reduce su potencial político a maniobras de reconocimiento y crea tensiones crecientes por cuotas de protagonismo en el panorama institucional y de medios.

En este marco, el discurso de Boric al obtener la victoria sobre Kast es un interesante mapa de coordenadas. El catedrático chileno Grínor Rojo intenta captar su esencial final, y pone el acento en atributos que lo distancian del discurso de Allende como el énfasis en la diferencia y la diversidad de Chile. Más allá del mar de contradicciones del texto y la cascada de referencias teóricas empleadas, Rojo interpreta una línea maestra que preanuncia la trayectoria que asumirá Boric:

«En suma: la tarea que el fondo conceptual del discurso de Boric está anunciando y que él tratará de poner en ejecución es diáfana y correcta: unir a la comunidad nacional, pero sin meterla por eso en una camisa de fuerza. Ni en una camisa de fuerza de ultraizquierda (la que pone en el centro a la clase obrera o al pueblo todo y afirma que cualquier identidad que no sea esa es inadmisible) ni menos en una de ultraderecha, para la que tampoco existen las diferencias».

Quizás sin saberlo, Rojo confiesa que Boric está decididamente alejado de esa visión supuestamente anticuada que ve a Chile como un pueblo todo, por lo que se centrará en las líneas que lo separan. Para un Boric moldeado por la izquierda identitaria, la imagen de lo diverso, con su acento en la diferencia, se volvió más interesante, cool y atractiva que lo común.

La sustitución del eje material y de clase por la espectacularidad y el artificio simbólico puede resultar una apuesta ganadora dado el nivel de normalización de la obsesión identitaria. Sin haber alcanzado ni siquiera una transformación real en las condiciones de desigualdad tan extremas que vive el país, Boric ya ha recibido ovaciones por la paridad de género en su gabinete y por su tono ponderado y de apertura a múltiples sectores.

No se cuestiona que sean avances significativos. Pero lo que genera preocupación es que las decisiones en esa dirección se intenten imponer como el único método de validación de un gobernante dentro de ese amplio campo que es la izquierda y el progresismo.

Venezuela, con una guerra híbrida de una potencia nuclear a cuestas, soportando una presión inaudita y creciente durante años, ahora intenta ser desdibujada por un Boric que no ha visto la muerte de frente con un dron artillado, ni una recompensa de 15 millones de dólares por su captura y asesinato o la disolución del fisco de la República que gestionas por un bloqueo económico.

Boric apuesta a la política de identidad porque ahí puede obtener triunfos mediáticos y ganar audiencia, respaldo y prestigio, de acuerdo a las mediocres pautas actuales, sin pelear en el terreno de una guerra real, como le ha tocado a Maduro, a quien le tocó perder la buena publicidad de representar a una «izquierda moderna y democrática» a cambio de mantener a flote a un país entero.

Volviendo sobre lo anterior, Pamela Figueroa en un extenso artículo de la revista Nueva Sociedad considera que la «diversidad» de la sociedad chilena solo puede verse desde el filtro identitario:

«Esta pluralidad [la del gabinete] es notoria frente a la predominante presencia de varones abogados o ingenieros en los gobiernos anteriores. También está presente la diversidad sexual, con dos representantes de la comunidad LGTBI. Se trata de un gabinete que se parece más a la diversidad de la sociedad chilena».

Bajo un criterio de superficialidad, la tesis de Figueroa sería correcta. No obstante, de acuerdo a las cifras del Instituto Nacional de Estadística, el 70% de los ingresos de los hogares chilenos provienen de sueldos y salarios, el 89,1% de los trabajadores y trabajadores trabajan 40 horas o más a la semana y más del 70% de la masa laboral con salarios que oscilan entre 288 mil y 1 millón de pesos, muy por debajo del gasto familiar promedio.

Otros datos muestran que en un 34% de las empresas donde hay sindicatos constituidos existe hostigamiento por estar afiliado, además de acoso laboral y obstáculos a la afiliación.

El paisaje material rebate la tesis de Figueroa. Los datos muestran a un país compactado entre el sufrimiento y la precariedad. Las líneas de separación que se dibujan son puramente ideológicas y producto de preocupaciones académicas.

En su primera entrevista a un medio extranjero tras haber ganado las elecciones (la BBC), Boric dejó ver los reflejos de lo anteriormente comentado referido al identitarismo. Ante la pregunta de las habilidades y competencias de que debe tener un presidente, Boric afirmó:

«Yo me he ido formando la convicción de que un buen presidente no es el que está más ocupado, no es el que tiene más papeles a su alrededor. Un buen presidente es el que tiene la capacidad de escuchar, de abrirse a nuevas ideas, aunque no provengan de su círculo más íntimo».

Cuesta saber si Boric asumió el reto de conducir a un país, primero, para sentirse bien consigo mismo.

En la misma entrevista, afirmó que no usaría corbata para el cambio de mando porque sería traicionar su esencia. Indicó que le cuesta asimilar que dirige una institución presidencial (parte del hecho de que está idealizada), que aspira irse del cargo con menos poder con que llegó y reafirmó su buena sintonía con Justin Trudeau y Emmanuel Macron en cuanto al cambio climático.

Afirmó que «primero uno hace cambios culturales antes de tener la oportunidad de dirigirlos», incurriendo en el error de que puede existir una transformación en ese plano sin conquistar una mayoría social sólida y alcanzar logros verificables en la distribución de la riqueza.

Es el turno de la élite económica chilena de sobarse las manos, a sabiendas de que tienen un amplio margen de concesiones y estabilización sin verse molestados sus privilegios de poder reales. Como dijo Boric: «No espero que estén de acuerdo conmigo, pero sí que dejen de tenernos miedo».

Para ir terminando, es obvio que Boric juega la carta de atacar a Venezuela para polemizar con el ala más a la izquierda de su gobierno, cuyo apoyo al proceso se ha mantenido. De esta forma, polemiza indirectamente, trata de limitar el margen de acción de los más comprometidos con la agenda de cambio, pero se evita la molestia de hacerlo en temas programáticos.

Sin embargo, el marco intelectual y de comprensión del mundo de Boric es indisociable de su postura vertida contra Venezuela en sus primeras declaraciones como mandatario electo.

En definitiva, su cercanía con Europa es la causa de su lejanía con el proceso venezolano, y su delirio por las formas e identidades choca con un país que pelea por su futuro y supervivencia inmediata desde los conceptos de clase, nación y patria, cuyo patrimonio continúa siendo fuente de preservación y adaptación.

La apuesta por la tradición nos sigue salvando de la confusión de la novedad, que corresponde al mundo de la mercancía y el consumo.

Y es normal que ese cúmulo de valores le haga ruido a alguien que, por ahora, y muy a diferencia de nosotros, tiene muy poco que demostrar.

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William Serafino

Investigador e historiador venezolano.

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