Las tácticas de cambio de régimen en América Latina han cambiado, desde aquellas sangrientas invasiones y golpes de Estado el Norte Global ha migrado a un espectro de métodos de golpes blandos entre los cuales se inscribe el llamado lawfare. Según citan Camila Vollenweider y Silvina Romano, se trata de «un método de guerra no convencional en el que la ley es usada como un medio para conseguir un objetivo militar». De manera similar es descrito en «Unrestricted Warfare» (Guerra irrestricta), un libro de 1999 sobre estrategia militar.
Agregan las investigadoras en «Lawfare. La judicialización de la política en América Latina» que, en 2001, el concepto comenzó a ser manejado en ámbitos diferentes a las Fuerzas Armadas estadounidenses, tras la publicación de un artículo escrito por el general de Fuerza Aérea, Charles Dunlap, de la Duke Law School.
Afirman que Estados Unidos (por medio de la USAID) es uno de los principales proveedores de asesoría para la reforma de los aparatos jurídicos en América Latina y el Departamento de Justicia estadounidense ha estrechado en los últimos años los vínculos con los aparatos judiciales de la región en una supuesta lucha anticorrupción.
Siendo la demolición del Estado el objeto de los dogmáticos neoliberales, este método les ha sido funcional, de tal manera que «la persecución judicial se ha exacerbado contra funcionarios de gobiernos donde el Estado recuperó su protagonismo en materia económico-social, agrandando al Estado y revalorizando lo público», dice la investigación. Así ha pasado con los expresidentes Manuel Zelaya, Fernando Lugo, Cristina Fernández de Kirchner (CFK), Rafael Correa, Evo Morales y varios de sus seguidores. Además, fue el instrumento para dar el golpe de Estado contra Dilma Rousseff y para inhabilitar a Lula como candidato presidencial en 2018 cuando encabezaba todas las encuestas y abrir el camino a Jair Bolsonaro en Brasil.
Durante este 2022, el lawfare ha gozado de buena salud, aun cuando algunos casos se han cerrado o están en pausa.
Casos al rojo vivo: Pedro Castillo en Perú y CFK en Argentina
El pasado 7 de diciembre se agudizó otro capítulo telúrico en la política peruana luego de que él, hasta ese día, presidente constitucional intentara frenar el tercer intento de moción de vacancia en su contra, y el quinto para un presidente en ejercicio en los últimos cinco años. Elegido para el periodo presidencial de 2021-2026 y posteriormente abandonado por su partido, Pedro Castillo emitió un decreto que disolvía temporalmente el Congreso pocas horas antes de que el parlamento votara para aprobar una moción de vacancia en su contra y juramentara a la vicepresidenta Dina Boluarte.
Además, el maestro rural y sindicalista dijo que convocaría elecciones para una Asamblea Constituyente y que se gobernaría mediante decretos ley. También mencionó que se impondría un toque de queda desde las 12 de la noche de ese día, ante lo que parte de su gabinete y otros altos funcionarios renunciaron y denunciaron que el mandatario había perpetrado un golpe de Estado. La Policía de Perú le detuvo a la vez que la Fiscalía de la Nación inició acciones preliminares para investigarle por «rebelión y conspiración», los mismos delitos por los que Alberto Fujimori fue condenado a 25 años de cárcel.
Las amenazas de las élites económicas, y las élites políticas a su servicio, contra Castillo tuvieron un momento cumbre anterior: el pasado 9 de agosto se desplegó un «espectacular» operativo de allanamiento y detención de personas vinculadas al entonces presidente, aludiendo, «sin pruebas mas con diversas conjeturas» (Sergio Moro dixit), la existencia de una supuesta organización criminal cuya cabeza sería Castillo. La Fiscalía intervino en las instalaciones del Palacio de Gobierno, argumentando que ahí se encontraba escondida su cuñada Yenifer Paredes, acusada, también sin pruebas, de corrupción y otras imputaciones.
Otra maniobra que era el «Plan B» en el Congreso fue aprobar una norma que permite “suspender” al presidente por incapacidad temporal con 66 votos en lugar de los 87 necesarios para la destitución a partir de una figura que se refiere a a problemas de salud u otros que le impidan ejercer temporalmente la presidencia.
En este caso se ha construido una narrativa repetida por los principales medios de comunicación mientras, desde el ámbito judicial, la Fiscal General Patricia Benavidez ha declarado que cuenta con más de 190 elementos probatorios para sustentar una acusación contra Castillo. Le acusa de liderar una supuesta red corrupta que, desde su Ejecutivo, otorgó licitaciones fraudulentas de obras públicas. Se trata de una construcción de culpabilidad a quienes todavía se les debe probar el delito.
Más al sur, la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández de Kichner (CFK), fue condenada el pasado 6 de diciembre por el Tribunal Oral Federal 2 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) a seis años de prisión e inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos por corrupción y fraude.
La expresidenta durante dos mandatos, entre 2007 y 2015, fue hallada culpable de «administración fraudulenta» y de desviar casi 1 mil millones de dólares en fondos del gobierno a través de contratos de obras públicas durante su presidencia, pero rechazó otro cargo de dirigir una organización criminal. Mientras, ella ha reiterado que los cargos y los procesos en su contra tenían motivaciones políticas y ha denunciado la existencia de «una mafia estatal y judicial paralela» que la perseguía y condenaba por delitos que no cometió.
«Demostré absolutamente que de acuerdo a la Constitución, yo no manejé las leyes ni el presupuesto que fue aprobado por los legisladores. Dicen que cometí un delito por sanción de leyes, pero no legislé ni sancioné las leyes. Y el Presidente de la República tampoco administra y ejecuta el presupuesto», dijo CFK en su defensa.
La sentencia utilizó un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) para acreditar el delito que supuestamente favorecía al empresario Lázaro Báez, lo que fue previamente avalado por el Congreso. En septiembre pasado, tras el intento de asesinato en su contra, dijo que «me quieren muerta o presa», al tiempo que denunciaba discursos de odio y aversión expresados en los medios de comunicación por parte de las fuerzas opositoras.
Casos cerrados o en pausa: Lula en Brasil y Glas en Ecuador
En el país más extenso, poblado y con la economía más grande de nuestra región, octava en el mundo por su PIB, se incubó el lawfare de manera temprana con el impeachment de la expresidenta Dilma Rousseff en 2016.
El blanco principal ha sido Luiz Inacio Lula da Silva, quien fue habilitado el 8 de marzo de 2021 para competir electoralmente cuando el Supremo Tribunal Federal (SFT) lo absolvió de los falsos cargos que le formularon el juez Sergio Moro y el fiscal Deltan Dallagnol. Pero ello no pudo borrar la imagen de un corrupto desempeño gubernamental del exlíder sindical en el gobierno; esta fue instalada en amplias capas de la población por la descomunal campaña de mentiras desencadenada por los medios hegemónicos brasileños e internacionales.
Debido a esta campaña, la coalición política que acompañó a Lula no logró mayoría en el Congreso y el candidato tuvo que pasar a segunda vuelta contra Bolsonaro en la que venció con un margen de 50,9% a 49,1%. No importó que se hubieran retirado los 25 casos en su contra; en aquel marzo el juez de la Corte Suprema, Ricardo Lewandowski, dictaminó, como en los 24 casos anteriores, que había un claro prejuicio contra el entonces expresidente.
El enjuiciamiento fue escandaloso porque Lula fue condenado y encarcelado durante 580 días con «evidencias» poco firmes de haber aceptado un apartamento de una empresa constructora mientras era presidente. Mucho más escandaloso fue que el juez que le condenó, Sergio Moro, y que también juzgó la mayoría de los 25 casos legales en su contra, se convirtió en el ministro de Justicia del hoy saliente Bolsonaro, una confirmación impactante para muchos brasileños de que la condena ha sido un montaje político.
Al salir de prisión, Lula acusó a la justicia, la policía y al Estado brasileño de intentar criminalizar a la izquierda por los 580 días que permaneció encarcelado en Curitiba (sur de Brasil) (Foto: Rodolfo Buhrer / Reuters)
Analistas afirman que Moro y Dallagnol forman parte del programa del Departamento de Estado de Estados Unidos para, con el pretexto de combatir la corrupción, liquidar políticamente a candidatos o funcionarios defensores de propuestas contrarias al neoliberalismo y favorables a las causas populares. Así han servido de correa de transmisión acoplada a la labor de desinformación y difamación del entramado de medios hegemónicos y estructuras de redes digitales dirigidas desde élites transnacionales.
La ultraderecha brasileña apuesta permanentemente a la desestabilización y hasta a la violencia estimulada por el propio Bolsonaro, quien se negó a reconocer el resultado de la segunda vuelta del pasado 30 de octubre. A raíz de ello, militantes de la extrema derecha bloquearon rutas en todo el país y se manifestaron frente a cuarteles para exigir a los uniformados que intervinieran para frustrar el retorno de Lula. Brasilia, la capital, ha sido escenario de graves disturbios perpetrados por manifestantes bolsonaristas, que convirtieron zonas de esa capital en un verdadero «escenario de guerra».
El mandatario saliente ha convencido a sus seguidores de que el proceso electoral fue fraudulento y de que es intolerable que un hombre condenado por corrupción acceda al poder. Aun cuando no ha mostrado evidencias de fraude y que las 25 condenas fueron anuladas por el SFT.
En Ecuador, las acusaciones contra el exvicepresidente Jorge Glas (2013-2017), de la misma coalición política del expresidente Rafael Correa (2007-2017), se centran principalmente en los 13,5 millones de dólares que supuestamente recibió de la constructora brasileña Odebrecht. Las acusaciones tienen poca o ninguna evidencia contundente, y los procedimientos legales están llenos de irregularidades como la falta de apelación, se aplicó una sentencia de seis años en lugar de cinco y, por supuesto, su traslado a un penal de máxima seguridad donde su vida corre mucho más peligro por el deterioro de su salud.
Glas se entregó a la justicia ecuatoriana en octubre de 2017 (año en que fue reelecto) para limpiar su nombre porque, en sus propias palabras, «los que son inocentes no tienen por qué huir». Durante el proceso de juicio político, que comenzó en ese diciembre, fue declarado culpable de recibir sobornos de la constructora brasileña y condenado a seis años de prisión. Las irregularidades develaron las motivaciones políticas y el empeño de Lenín Moreno, coordinado con la élites, de purgar al gobierno de cualquier oposición a su agenda neoliberal.
El 28 de noviembre pasado, Glas salió de prisión tras una boleta de libertad emitida horas antes por el juez de la Unidad Penal de Santo Domingo, Emerson Curipallo. Las medidas cautelares precisan que el exvicepresidente se presente una vez por semana en la Penitenciaría del Litoral, ubicada en la ciudad de Guayaquil de la provincia de Guayas, así como la prohibición de salida del país.
El 10 de noviembre, el Tribunal de Apelación de la Corte Nacional de Justicia (CNJ) ecuatoriana había revocado la sentencia de ocho años de prisión en su contra. El tribunal declaró por unanimidad la vulneración al debido proceso y a la defensa de los procesados, permitiendo que el exvicepresidente solicitara la unificación de penas para acceder a la prelibertad, luego de haber cumplido más de 75% de la condena mayor en su contra. Tiene dos sentencias firmes de seis y ocho años de prisión, respectivamente, siendo la primera por un caso de asociación ilícita y la segunda por cohecho agravado.
Ya antes, en abril pasado, el presidente de la CNJ, Iván Saquicela, firmó la orden de extradición de Correa, también acusado por el actual gobierno neoliberal de Guillermo Lasso de recibir sobornos durante su última campaña presidencial. En respuesta, Bélgica, donde Correa reside desde 2017, le concedió asilo político. El expresidente ya tenía sus derechos políticos suspendidos por 25 años (pocas horas antes de su inscripción como candidato para las elecciones de 2021) y fue sentenciado por cohecho en el denominado caso Sobornos 2012-2016. Ese delito, así como los de peculado, la concusión y el enriquecimiento ilícito son imprescriptibles en Ecuador, también fue afectado junto a Glas en noviembre pasado por el embargo de sus cuentas, bienes muebles e inmuebles por parte de la Procuraduría General.
Tras encarcelar a Jorge Glas, Lenín Moreno lo destituyó de forma ilegal e instaló en la Vicepresidencia a actores que no cuestionaran la traición al proyecto político de la Revolución Ciudadana que lo llevó al poder (Foto: Mateo Flores / AFP)
Aun cuando los casos son distintos en estatus y grados de conmoción política, la búsqueda de crisis permanente persiste en países que puedan ser sujetos o vías de proyectos políticos alternativos. El Norte Global no necesariamente requiere hacerse con el poder en estos países a los que, vía lawfare, convierte en satélites. Le basta con generar el caos, la destrucción y/o niveles de fragmentación que no permitan el suficiente poder para oponerse al saqueo de sus recursos.
Es evidente que seguirán las embestidas para retener la unipolaridad global. Afganistán, Irak, Yemen, Siria, Somalia, Etiopía, Libia, Sudán, Yugoslavia… han constituido dramáticos ejemplos de ello.
Publicado en Misión Verdad.