El sangriento desorden ocurrido en el Perú, en días pasados, a raíz de la chacota política generada por las élites del país, nos van dejando las siguientes lecciones:
Nada que esperar de la democracia de los ricos. La democracia representativa instaurada en el Perú desde 1821, jamás democratizó ni la política, ni la economía, mucho menos lo sociocultural. Más por el contrario, afianzó la práctica en el imaginario nacional de: “Los blancos ricos vinieron para gobernar, nosotros estamos para obedecer y servir”.
Pero, contra todo pronóstico, un empobrecido campesino en el área rural, cumpliendo los procedimientos formales de la democracia liberal, llegó a ser presidente de la República criolla bicentenaria, por voluntad popular en las urnas. La élite castiza criolla limeña, intentó domesticar al campesino presidente, mediante la persuasión mediática. Pero el campesino presidente, aunque titubeante, se mantuvo. Entonces, le tendieron la trampa/artimaña política, al igual que al Inca Atahuallpa (1532). Y así, restauraron su banquete neoliberal con aroma impregnante a sangre indocampesina.
Indígenas no somos ciudadanos.
La negación de la cualidad humana a indígenas y campesinos en el Perú, al igual que en el resto de países bicentenarios de la región, es constitutiva de las repúblicas criollas. El indígena campesino no es persona. Por tanto, tampoco puede ser ciudadano (sujeto político). En consecuencia, está condenado a la servidumbre bestial, y a la aniquilación cultural y biológica inexorablemente.
Se les permite votar por el patrón, pero no elegir a alguien como ellos. Si lo hacen, y se atreven a defender sus votos en las calles, los patrones los escarmientan y los masacran, incluso con transmisiones en vivo.
Lo que ocurre en el Perú, con una cantidad indeterminada de asesinatos (ya se habla de más de 30 asesinados por las armas del Estado), es una evidencia que el indígena, campesino, nativo, o alimeñado no son, nunca fueron, ciudadanos. Son “enemigos internos” para el Estado criollo del Perú.
No creer, ni celebrar el bicentenario.
Los pueblos del Perú, al igual que en el resto de los países, viven en una constante ilusión: Cantan el Himno Nacional (en ritmo de marsellesa) como si fuera de ellos. Enarbolan símbolos patrios racistas como la bandera que lleva el color blanco al centro. Adulan a violadores o violentos personajes como sus héroes nacionales. Celebran aniversarios patrios del criollo sin preguntarse para qué o a quién sirvió esa patria patronal.
En los hechos, en este Perú criollo bicentenario, las grandes mayorías, por más esfuerzos que hicieron por peruanizarse o limeñizarse, vía “educación” o políticas eugenésicas, están en peor situación existencial que sus ancestros durante la Colonia española.
El bicentenario para las grandes mayorías fue una constante humillación, anulación, aniquilación y esclavitud o auto esclavitud.
Sin pueblo no hay revolución.
La falacia de la democracia liberal es que la victoria política se alcanza con el voto individual y se sostiene con las reglas institucionales. Eso ocurre para los patrones. Mas no para las grandes mayorías. La ecuación política para los sectores populares siempre fue y es: urnas+instituciones+calles.
Pedro Castillo, y el anillo que le rodeó, jamás entendieron esta ecuación básica. Por eso jamás organizaron pueblos, comunidades, comunas urbanas. Y cuando vino el Golpe de Estado el pasado 7 de diciembre, Castillo sólo tenía a su alrededor a un abogado.
Pero, como la realidad siempre vence a la imaginación, las y los no ciudadanos, incluso muy a pesar del titubeo político de Castillo, emergieron como hormigas por y en todas partes del Perú… Al grado que los patrones criollos, y su empleada doméstica domesticada (Dina Boluarte), en su desesperación intentaron apagar el incendio popular con más gasolina. Y, el Perú arde.
Evitar institucionalizar el punto ciego
Esta chacota política peruana, sostenida y reproducida por su intelectualidad neoliberalizada, es, a su vez, fruto de su ordenamiento jurídico “sui géneris”. La Constitución Política vigente, de 1993, redactada y firmada por el dictador encarcelado Alberto Fujimori, estimula e institucionaliza este caos mediante las figuras jurídicas como: la vacancia presidencial, depredación de ministros del Ejecutivo por el Órgano Legislativo, etc. Estas descabelladas normas constitucionales, que ya convirtieron al Perú en el país campeón internacional en chacota, no existen en ninguna otra Constitución del Continente.
En este momento, el Perú, jurídica e institucionalmente, se encuentra en un punto ciego. Un punto ciego violento. Los pueblos desde las calles exigen nuevas elecciones, un nuevo proceso Constituyente. El Estado criollo, en respuesta, masacra a la población. Los diputados no quieren adelantar elecciones. La usurpadora Dina Boluarte se atornilla al poder, y no quiere renunciar. En esta situación, el horizonte político peruano es una incertidumbre total.
¿Obligados a optar por los mismos?
Más temprano que tarde, las y los peruanos serán convocados nuevamente a las urnas para elegir a sus nuevos gobernantes, bajo las mismas reglas de antes, con los mismos partido empresa patronales. Y, con seguridad, con los mismos resultados.
Los pueblos y sectores sublevados en las calles, con seguridad tienen genuinos portavoces que los representen, pero no tienen organización o instrumento político propio. En consecuencia, deberán amoldarse/agacharse a los partidos políticos neoliberales (sean de derechas, izquierdas o socialdemócratas).
Dejar de creer en el patrón, en el criollo, en el limeño o alimeñado. Dejar de adular al titulado fanfarrón. Emanciparse de la prensa limeña o alimeñada. Son algunas de las apuestas urgentes en este país de raíces y corazones milenarios. Organizarse políticamente, con un instrumento político propio, horizontes propios, es otro de los desafíos para convertir sus mayorías demográficas en mayorías políticas.
Está bueno citar el eslogan de “todas las sangres” de Arguedas. Pero, es más importante sentirse y ser realmente de todas las sangres. Y entre todos y todas, reconocerse como runas, como iguales.