Ecuador es apenas la punta del iceberg de un modelo, cada vez más generalizado en América Latina y el Caribe, que estimula la creación de paraísos fiscales e infiernos de criminalidad, fenómeno del que ningún país de nuestra región parece quedar exento. Publicado en el periódico mexicano Pie de Página el 19 de enero de…
Narcotráfico, narco-estructuras, economías ilícitas, crimen organizado, grupos paraestatales y paramilitarismo, forman parte de un entramado de fenómenos tan complejos como opacos que difícilmente puedan ser comprendidos desde la óptica de la seguridad doméstica de tal o cual país. Por eso es forzoso adoptar, al menos de manera complementaria, una perspectiva internacional y un enfoque geopolítico. El caso de Ecuador no es un caso único, aunque sorprenda por el vértigo con que una espiral de violencia y criminalidad parecen devorar al que supo ser, hasta hace pocos años, uno de los países más seguros de toda América Latina y el Caribe.
Nuevas drogas, nuevas rutas
El presidente colombiano Gustavo Petro viene alertando desde hace tiempo en la prensa, las redes sociales y los foros internacionales sobre las transformaciones recientes de la geopolítica del narcotráfico y la criminalidad organizada, cuya acción trasnacional afecta de manera diferencial a cada una de nuestras repúblicas. En particular, lo que estamos viendo es la modificación de los flujos de las economías ilícitas. La contracción del mercado de cocaína en los Estados Unidos (su rutilante consumidor global), asociado al crecimiento exponencial del fentanilo y otros opioides sintéticos (en cuyo éxito debemos buscar indicios de la descomposición social del hegemón en declive), han generado nuevos insumos, nuevos productos, nuevos mercados y, sobre todo, nuevas rutas.
Reducida la demanda norteamericana de cocaína (elaborada principal pero no exclusivamente en Colombia), las líneas de suministro que atraviesan las pequeñas y grandes Antillas, así como el istmo centroamericano y México, pierden vigor, mientras se robustecen aquellas que descienden cada vez más al sur del triángulo sudamericano. La producción de hoja de coca, antes reconcentrada al norte de la frontera con Venezuela (en el Catatumbo), o en la costa pacífico del departamento de Nariño, se desplaza ahora hacia una estrecha franja contigua a la frontera con Ecuador, fenómeno que pudimos constatar en el sur-occidente colombiano, conversando con el campesinado local, ya en el año 2022.
Desde ese punto, la droga desciende por Brasil (y desde allí viaja hasta África y Europa), pero también más abajo, hacia la cuenca del río Paraná en el Cono Sur, asolando el rosario de ciudades fluviales e impulsando todos los flagelos de la narco-criminalidad. En el reverso sudamericano, la otra gran ruta atraviesa invariablemente al Ecuador, país de pequeñas dimensiones, buenas rutas y perfil costero navegable, para hacer el viaje exactamente opuesto, hacia Oceanía y el continente asiático. No es casual que la violencia que azota al país, así como los últimos hechos delictivos que sacudieron a la opinión pública mundial, tengan como epicentro a Guayaquil, su principal ciudad portuaria, aquella que supo ser el emblema de la confluencia de otras rutas muy diferentes, la de los ejércitos libertadores del siglo XIX.
Neoliberalismo y narco-criminalidad: afinidades electivas
Teniendo en cuenta este nuevo escenario, debemos sumar ahora toda una serie de afinidades históricas entre neoliberalismo y narco-criminalidad. Desde su implantación pionera en el Chile de Augusto Pinochet, las políticas neoliberales han promovido el achicamiento del Estado, o al menos su refuncionalización, produciendo como resultado una disminución de la soberanía efectiva. Los territorios enajenados son, evidentemente, los más vulnerables a la acción de grupos para-estatales y de factores de poder trasnacional que operan al margen de la ley. Piénsese en ejemplos muy concretos: en una radarización deficitaria que permite la circulación clandestina de aeronaves, o en la privatización de puertos que dificulta la correcta fiscalización de los cursos de agua navegables.
En segundo lugar debemos señalar algo obvio, pero no por eso menos importante: las políticas de ajuste estructural y de liberalización comercial y financiera (pero también, en algunos casos, los conflictos internos armados y la guerra sucia, como en El Salvador o Colombia) produjeron en nuestra región elevados índices de pobreza, indigencia, exclusión y desigualdad. De esta manera, se generaron territorios más vulnerables al control del crimen organizado y poblaciones más expuestas a los consumos problemáticos, facilitando la destrucción del tejido social, la implantación de las narco-estructuras y las estrategias de reclutamiento. Como contrapartida, ya desde los tiempos de Richard Nixon, la “guerra contra las drogas” (y su prolongación posterior en América Latina y el Caribe a través de estrategias como el Plan Colombia), ha garantizado el sostenimiento de precios artificialmente altos para los estupefacientes, asegurando la rentabilidad extraordinaria de las economías ilícitas.
En tercer lugar, la dolarización impulsada en Ecuador por el ex presidente ecuatoriano Jamil Mahuad en el año 2000 (simultánea a la realizada en El Salvador en aquel año, otro país casualmente signado por la inseguridad crónica), ha favorecido el lavado de activos, así como el desembarco de los cárteles de la droga, como los de Sinaloa y Jalisco, que empiezan a operar como verdaderas franquicias. De manera paralela se fortalecieron también otros tráficos, principalmente el de armas. Esto ha hecho que la pequeña nación andina pasara de ser un país de tránsito (por el que la droga circula) a uno de tráfico (en donde se vende y consume). Debemos sumar a esto las casi inexistentes regulaciones financieras y la baja bancarización, lo que termina de servir la mesa a los evasores, sean estos vendedores de banana o de cocaína, lo mismo da.
Ecuador es apenas la punta del iceberg de un modelo, cada vez más generalizado en América Latina y el Caribe, que estimula la creación de paraísos fiscales e infiernos de criminalidad, fenómeno del que ningún país de nuestra región parece quedar exento.