La Libertad Avanza, la coalición que gobernará la Argentina, fue creada a mediados del año 2021, un hecho indicativo de la novedad que representa el fenómeno liberal-libertario en el país. En términos electorales, el ascenso de este conjunto de pequeños partidos reaccionarios ha sido realmente vertiginoso, desde una primera y exitosa participación electoral en las elecciones legislativas del año 2021 (con lo que LLA se convirtió en la tercera fuerza de la capital federal con el 17,04% de los votos y obtuvo representación parlamentaria local y nacional), hasta ocupar el centro de gravedad de la escena política y mediática y convertirse en opción de poder, y luego en gobierno, apenas dos años después. Sin embargo, tras esta aparente novedad se esconde una larga historia de ideas y experimentos liberal-conservadores que conviene no perder de vista. En esta primera entrega nos centraremos en la influencia local ejercida por los libertarios norteamericanos.
Acaso Christopher Gadsen nunca hubiera imaginado ver su conocido emblema, una bandera amarilla con una serpiente negra y la leyenda Don’t tread on me (no me pises), flamear en los territorios más australes el hemisferio, en latitudes tan lejanas a su natal Carolina del Sur, más de dos siglos después de que fuera izada por vez primera. La bandera simboliza la resistencia frente a la opresión estatal (tan cara al ideario de los pioneers que fundaron las Trece Colonias norteamericanas) y sintetiza muy bien el concepto de libertad negativa, la única noción de libertad que reconocen los libertarios. Símbolo que luce por demás extraño en Argentina, uno de los países de la región con una tradición estatista más arraigada.
La apropiación de la llamada “bandera de Gadsen” por los libertarios locales es indicativa de la fuente más obvia —por lo explícita— del hecho que estamos analizando. Pero para comprender a esta corriente reaccionaria debemos prescindir de rótulos cómodos como el de “fascismo”, que descalifican más de lo que describen, y que no nos permiten ver las notables diferencias entre corrientes tan diversas como el liberalismo clásico, el neoconservadurismo, el neoliberalismo, la escuela austríaca, el libertarianismo y parientes contemporáneos como los neorreaccionarios, los ecofascistas, los etno-nacionalistas y otros grupos afines. No vivimos, claramente, en los tiempos del fascismo clásico. Y ciertamente no es fascismo —ni neofascismo— lo que constatamos hoy por hoy en la Argentina, sino más bien una modalidad extrema del liberalismo. Pero acaso no por eso sea inútil comparar “nuestras décadas del 20”. Hoy, como hace un siglo, la sumatoria de múltiples crisis parecen haber vuelto a poner en disponibilidad todas las ideas, incluso algunas que aparecían confinadas en pequeños grupos o sectas, o que se encontraban —parecía— definitivamente archivadas en los anaqueles de la historia. En este barajar y dar de nuevo todo puede volver a ser pensado, incluso a través del prisma de ideologías reaccionarias.
Es en esta encrucijada en donde se produce la recepción argentina de las ideas del libertarianismo (hablaremos en próximos artículos de las condiciones de su expansión y de su eventual arraigo en la Argentina), las que parecen haber encontrado aquí un éxito mucho más notable que en su propio país de origen. Consideremos que, en apenas cinco años, los libertarios locales consiguieron una irrupción protagónica en la escena político-electoral, mientras que sus homólogos estadounidenses, en medio siglo de historia, nunca lograron superar pisos electorales de entre el 0 y el 3%.
Los libertarios son una corriente que reivindica —y disputa— los orígenes remotos de la tradición liberal, a través de figuras como Adam Smith o John Locke, retomando sus elementos más radicalmente individualistas y egoístas. Aquí, los libertarios (y sus padres históricos de la escuela austríaca) son un grupo que debemos distinguir de los neoliberales (la llamada escuela neoclásica o escuela de Chicago), aunque hayan colaborado de manera conjunta en la aplicación de las políticas económicas que conocemos con ese nombre genérico, desde Chile hasta Indonesia, desde Brasil hasta los antiguos países del bloque soviético. También cabe distinguirlos a todos ellos de los neoconservadores, surgidos como corriente en la década del 60, hegemónicos durante los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido en los años 80 y 90, pero luego bien posicionados en casi todas las administraciones posteriores.
Hagamos una muy apretada síntesis de sus ideas. Estos parten del individualismo filosófico y de una concepción cientificista de la economía, posición que le valió a la escuela austríaca el jocoso mote de “escuela abstracta”. Además, para ellos la sociedad sería poco más que una suma mecánica de individuos (“la sociedad no existe”, supo decir Thatcher). Por otro lado, consideran a la libertad como el fundamento único de la vida social, y reducen ésta a mera “libertad económica”. La libertad es considerada sólo como ausencia de coacción externa y como disfrute privado de la vida y la propiedad.
La igualdad, a lo sumo, es admitida como igualdad formal ante la ley, mientras que toda forma de intervención estatal para corregir la desigualdad es considerada una intromisión violenta en un orden considerado natural y espontáneo. El sistema no admite fallos para austríacos y libertarios: de ahí su feroz enfrentamiento con una amplia gama de sujetos e instituciones que van desde el Estado de bienestar, el keynesianismo y los bancos centrales, hasta el “populismo latinoamericano”, los sindicatos y los movimientos sociales. De ahí proviene también el desprecio por valores como el igualitarismo, la solidaridad y la justicia social. A partir de estos fundamentos deducen la propuesta de un Estado mínimo (limitado garante de la propiedad y la seguridad, tal como lo conciben los llamados minarquistas), o la radical abolición del gobierno y del Estado (en sus vertientes anarcocapitalistas).
El autodenominado “partido de la libertad”, por lo tanto, es una corriente, ante todo, liberal extremista. Sin embargo, un análisis detenido de los orígenes de la tradición liberal no resta razón a sus intentos por considerarse herederos legítimos de los padres fundadores. Recordemos que el liberalismo clásico fue más propietarista que igualitario, que nació junto con la institución de la esclavitud y que se expandió en su apogeo, y que los llamados “derechos naturales” fueron reservados para los propietarios blancos de las metrópolis (y a lo sumo a los de las colonias), excluyendo del disfrute de la libertad, la vida y la propiedad a la inmensa mayoría de la población (esclavos, negros libres, pueblos indígenas, siervos por contrato, mujeres, indigentes, presidarios, conscriptos, etcétera).
Por otro lado, debemos decir que el libertarianismo anarco-capitalista tiene poco y nada que ver con la tradición libertaria anarquista, más allá de un vago aire de familia anti autoritario y anti estatista. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, una escuela tan radical, que se comunica mediante el complejo lenguaje de los matemáticos, fue durante mucho tiempo poco más que una secta particularmente intensa, conformada más que nada por intelectuales. Su relativo éxito comenzó gracias a una figura clave del panteón libertario, el también economista Murray Rothbard. Este logró hacer de una corriente científica un movimiento político, teorizando y practicando una estrategia “populista de derecha” que permitió ir al encuentro del pueblo estadounidense”, en particular hacia los hombres blancos de las clases bajas y medias bajas pauperizadas por la globalización.
Será Rothbard, quien co-fundó y luego abandonó el Partido Libertario, quien propondrá una síntesis del liberalismo propietarista con los valores conservadores de la old right, llegando a una síntesis que definió como “radicalmente reaccionaria” e incluso como “paleolibertaria”, buscando diferenciarse de los hegemónicos sectores neoconservadores que, guiados por el complejo militar-industrial, no hacían más que fortalecer los aparatos del Estado norteamericano. Rothbard logró sentar las bases de un programa basado en el combate al Estado de bienestar, a la criminalidad, a las políticas impositivas, a la Reserva Federal, a las políticas de afirmación y discriminación positiva y a la política exterior norteamericana. Esto, a su vez, se combinó con el hallazgo de una estrategia: la disputa del Estado, en principio por vía electoral, para proceder, desde allí, al desmantelamiento radical de todas las formas de lo común. Cualquier similitud con las radicales propuestas de Javier Milei, no es, por lo tanto, mera coincidencia.
Quien finalmente encarnaría de manera ecléctica este programa, desde las entrañas decrépitas del antiguo Partido Republicano, y quien se volvería una mediación clave en la divulgación del pensamiento liberal-libertario al sur del Río Bravo, no sería otro que el inefable ex presidente Donald Trump, peinado, como Milei, por “la mano invisible del mercado”. Tras saludar al presidente electo, Trump vaticinó, parafraseando su propio y conocido eslogan, que Javier Milei “hará grande a la Argentina de nuevo”.
*Publicado en Brasil de Fato
**Edición: Rodrigo Durão Coelho