Una espectacular fuga de presos volvió a colocar a Haití en los titulares de las grandes corporaciones de prensa.
Una espectacular fuga de presos volvió a colocar a Haití en los titulares de las grandes corporaciones de prensa. Se trata de la mayoría de las 3.696 personas que estaban recluidas en la Penitenciaría Nacional, el centro de detención más importante del país. Tras los hechos sucedidos el día sábado, algunos ex presidiarios se entregaron a la autoridad por motu proprio, otros pocos fueron recapturados por las fuerzas de seguridad, mientras que algunos fueron directamente linchados por la población local.
Como respuesta, el día domingo el gobierno de facto de Ariel Henry decretó el estado de urgencia y el toque de queda en el Departamento Oeste del país, donde se ubica la capital Puerto Príncipe. La fuga se dio como resultado del ataque de algunas de las bandas armadas que operan en el territorio nacional, y que ostentan un control férreo de partes nada despreciables del área metropolitana, incluidas las únicas vías de acceso a la zona sur del país. Haití, ya desde antes del magnicidio de Jovenel Moïse que conmovió al mundo el 7 de julio de 2021, se encuentra atenazado entre una criminalidad descontrolada y entre las amenazas de la “comunidad internacional” de volver a imponer, a la fuerza, un control carente de toda eficacia y legitimidad.
Vacíos de poder, espacios para la criminalidad
Cabe recordar que Haití no celebra elecciones desde el año 2016, aunque los últimos comicios transparentes fueron las presidenciales de 1990 que llevaron al poder al carismático cura salesiano Jean-Bertrand Aristide, con una altísima participación cívica y una verdadera avalancha de votos.
Desde la llegada al poder del PHTK (el partido haitiano de las “cabezas rapadas”, por si su denominación oficial resultase sugerente), el país comenzó a vivir una profunda deriva autoritaria, primero bajo la presidencia del cantante de konpa Michel Martelly, y luego durante el mandato del empresario bananero Jovenel Moïse.
Poco se ha reparado en el carácter pionero del país en relación al surgimiento de las extremas derechas que hoy proliferan por toda la región. El PHTK, un partido ultraneoliberal y ultraconservador, fue conformado por elementos residuales de las fuerzas paramilitares duvalieristas (los fatídicos tonton macoutes), y recibió el patrocinio de los propios Estados Unidos, que lo auparon hasta la presidencia mediante un fraude respaldado por la OEA.
Tras la negativa de Moïse a convocar elecciones, el parlamento debió cesar sus funciones en 2020, por el vencimiento de los mandatos nunca renovados de diputados y senadores. Finalmente, la crisis se catapultó hacia adelante con el magnicidio perpetrado por un grupo de paramilitares colombianos (y lo que suele ser soslayado, también norteamericanos), hecho que aún no ha sido esclarecido ni por la justicia haitiana ni por la de los Estados Unidos.
Tras su asesinato, Ariel Henry quedó a cargo del ejecutivo, dado que había sido nombrado por el propio Moïse, casualmente, dos días antes del magnicidio. Sin embargo, su designación, no ratificada por el parlamento como lo manda la Constitución de 1987, fue la de primer ministro. Según la carta magna el país no puede ser presidido por un premier, que debe cumplir el rol de jefe de gobierno, sino que debe ser conducido por el presidente, elegido por voto popular para desempeñarse como jefe de Estado. Henry es en toda la regla un gobernante anticonstitucional, que a su ilegitimidad de origen le suma la total incapacidad para garantizar las más mínimas competencias estatales.
La apuesta por la paramilitarización
El otro hecho nodal en esta larga secuencia de acontecimientos fue la insurrección popular de julio de 2018, que llegó a movilizar entre uno y dos millones de personas contra un aumento desmedido del precio de los combustibles. Esta impopular medida, impulsada por Moïse, atendía solícita una “recomendación” del Fondo Monetario Internacional. Pronto este ciclo de protestas se encabalgó con otras reivindicaciones, en particular las exigencias de justicia por un desfalco multimillonario perpetrado por la clase política haitiana, que se apropió de fondos multimillonarios llegados al país a través de Petrocaribe, la plataforma de cooperación energética impulsada por Hugo Chávez.
El problema fue que este portentoso movimiento, de tintes cada vez más radicales, y de orientación cada vez más explícitamente antineoliberal y anti-norteamericana, encontró a las élites estupefactas, sin capacidad de reacción, sin medios a la mano para proceder a su represión. Poco podían hacer los 7 mil efectivos de una Policía Nacional desmoralizada, escasamente profesional y mal pertrechada para reprimir las multitudinarias protestas cotidianas.
Tampoco contaba la clase política con el recurso habitual a las fuerzas armadas, dado que éstas fueron licenciadas por Aristide en el año 1995. La respuesta, rápida e inclemente, fue la apuesta por un modelo de paramilitarización que ya había sido implementado durante décadas en otros países de la región, para favorecer el control de territorios y poblaciones de manera tercerizada, a partir de factores de poder no estatales: dada la imposibilidad de hacer frente a las protestas en la calle, se apostó por la ruptura del tejido comunitario que las sostenía.
Desde entonces comenzó a constatarse la infiltración permanente de paramilitares norteamericanos, muchos de los cuales fueron detenidos por accidente en el Aeropuerto Internacional Toussaint L’Ouverture, portando armamento de gran calibre y equipamiento militar avanzado. A partir de ese momento, los grupos criminales locales, antes localizados y dispersos, comenzaron a acaparar recursos financieros, ganaron en capacidad operativa y expandieron su control territorial, llegando incluso a constituir federaciones de pandillas. Es éste y no otro el origen de la espiral de violencia que atraviesa el país, bajo un fenómeno de criminalidad (políticamente) organizada que primero fue estimulado desde el exterior para cumplir objetivos políticos precisos, y que ahora parece haber ganado una aterradora autonomía.
El embarazoso dilema de los Estados Unidos
El descalabro público y notorio de la situación haitiana salpica desde hace varios años a la gran potencia en declive, dado que todo lo que ha sucedido en Haití en un siglo, pero en particular en las últimas tres décadas, lleva la huella indeleble del Departamento de Estado; desde el apoyo a la fuerzas que derrocaron dos veces consecutivas a Aristide (con un retorno en medio que paradójicamente fue patrocinado por Bill Clinton), hasta los 15 años de presencia ininterrumpida de las misiones de las Naciones Unidas, en particular la tristemente célebre MINUSTAH. Esto, sin incluir las formas de intervención, opacas y no declaradas, que paramilitarizaron el país.
Este descalabro se vuelve particularmente sensible en una coyuntura electoral como la norteamericana, lo que podría derivar en la fuga de votos demócratas de la diáspora haitiana y de otras comunidades migrantes caribeñas; un goteo preocupante que se suma a la defección creciente de otras minorías como las árabes y musulmanas como resultado del apoyo de la administración Biden al exterminio en Gaza. Los votos no se cuentan, sino que se pesan, en el vertiginoso raid que lleva a la Casa Blanca.
A su vez, el visible desacierto de las intervenciones norteamericanas, así como sus múltiples dificultades geopolíticas -que se multiplican desde Europa hasta el Indopacífico, desde el Caribe hasta Medio Oriente-, volverían demasiado onerosa una nueva intervención directa sobre la pequeña e indefensa nación caribeña. Por eso, ya desde los tiempos de la MINUSTAH, cuya comandancia fue ofrecida a Brasil, la estrategia ha consistido siempre en socializar los costos (económicos y políticos) de la intervención. Dado que Biden no ha encontrado quien lo secunde en su idea original de lanzar una nueva misión con tropas latinoamericanas, la nueva iniciativa, bastante avanzada, consiste en el despliegue de una fuerza policial oriunda de Kenia.
Se trata de un contingente acusado de cometer graves violaciones de derechos humanos en su propio país, sin el entrenamiento adecuado para enfrentar a pandillas fuertemente pertrechadas; un contingente que lo desconoce todo del país objetivo, y que habla inglés o suajili, idiomas muy diferentes de la lengua local. Se trata, otra vez, de varones fuertemente armados, dislocados de su cultura, que se verán inmersos en un contexto de alta vulnerabilidad social y sexual (particularmente de las mujeres e infancias).
Se trata de la enésima misión de ocupación que irá a tratar de “pacificar” la nación que, desde la triunfante Revolución de 1804, ostenta una cultura muy orgullosa y celosa de su independencia y soberanía, y que se resiente, además, de un largo historial de crímenes internacionales, desde abusos sexuales y masacres hasta la difusión de una epidemia de cólera. Todo esto, bajo la dirección velada de una superpotencia con poderosos intereses económicos y geopolíticos en la isla y en la Cuenca del Caribe, que una vez más tercerizará de esta manera su perpetuo intervencionismo. ¿Qué podría salir mal?