El odio como recurso de movilización ciudadana invade la política global. Ya lo recordaba hace unos años Amnistía Internacional para alertar sobre el hecho de que lenguajes y símbolos, como los de la retórica actual, permitieron y facilitaron el ascenso del nazismo y el fascismo en Europa.
También en América Latina, y en Colombia en particular, estos discursos del odio y el miedo se han instalado de manera preocupante en la práctica política. Y uno se pregunta si en este contexto el parlamento colombiano es víctima de estas corrientes, o uno de sus principales promotores.
El Congreso es, por su misión, plataforma para el disenso y para el acuerdo. Es la esencia de la democracia. Cuando en el argot popular se llama a sus integrantes “Padres de la Patria” hay mucho de ironía, pero, también, de respeto a su tarea en la sociedad.
¿Se les podrá llamar del mismo modo en este momento? Hay muchos interrogantes, sobre todo cuando, además, algunos de los mejores parlamentarios han perdido sus escaños por cuenta de decisiones judiciales. A esto se suma que durante las sesiones sobre la JEP y la implementación del acuerdo de paz los argumentos han sido desplazados por injurias y otras acciones que rozan las violaciones al Código Penal, ante una audiencia dividida entre el horror y la animosidad pendenciera.
Esa teatralización resulta funcional a muchos: el desorden social y político que obtienen a través del odio y el miedo es un terreno propicio para afianzar ideas ultraconservadoras y desmantelar el proceso de paz.
Nos vemos confrontados hoy a múltiples expresiones del estigma social y político que amenaza crecientemente a la democracia. El odio es miope y solo maneja estereotipos. Sus agentes tienen una idea de sociedad basada en identidades fijas, congeladas en sus roles, que niega, entre otros, la riqueza de la pluralidad, la movilidad de las ideas, las diversidades sexuales y las diferencias interculturales. Los discursos del odio y el miedo son todo lo contrario al cambio y la democracia. Por eso al exguerrillero se le sigue tratando en el parlamento como si aún hablara desde el monte; al migrante en las fronteras se le trata como un simple ilegal, para no tener que preguntarse por las causas de su éxodo; y al opositor político se le interpela como bandido, para ahorrarse el esfuerzo de escuchar sus argumentos y pensar en un país distinto, cuando no se le ejecuta extrajudicialmente, como acaba de suceder de manera aberrante con el desmovilizado Dimar Torres en el Catatumbo.
El exterminio de la Unión Patriótica y de otras fuerzas políticas diezmadas en las décadas de los ochenta y noventa debieran ser antecedentes para no olvidar los efectos de esta retórica. La política construye adversarios e identidades. El odio solo construye estigmas y “desechables” de la escena pública, infrahumanos, cuya vida “no es sagrada”. Tal vez estemos olvidando que de “El Día del Odio”, como llamó Osorio Lizarazo a la atmósfera que rodeó al 9 de abril, pasamos a los días y años de los miles de muertos de La Violencia.
Con todo, también hay razones para el optimismo. Colombia ha sufrido la guerra, pero también ha aprendido de ella. Y, lo más importante, ha legitimado en su Constitución Política de 1991 una teoría y una práctica de la diferencia y de la diversidad que la enaltece en el mundo jurídico latinoamericano.
El país cuenta con los recursos para detener una tragedia anunciada. Su acervo político previene que le suceda ahora lo que está sucediendo en Europa, donde la generación actual ya no tiene memoria de su guerra y, por tanto, no se inquieta con la eventualidad de su repetición. Aquí ya hemos dicho: ¡Basta Ya!
Gonzalo Sánchez G. Twitter: @GSanchez2019